“Nuestros abuelos contaban que la muerte significa alegría, trascendencia y regresar al lugar de origen: el cuerpo se desintegra, pero el espíritu vive por toda la eternidad”, narró Ayaotekatl, nativo de Azcapotzalco, perteneciente a la tribu Tepaneca.
Mi nombre -explica al mirar con sus ojos verdes- viene del náhuatl y mi apodo es “Lobo blanco”. Con su cabello lacio y blanco, acude todos los fines semana al zócalo de la Ciudad de México para mantener viva la tradición de los ancestros mexicanos.
La muerte no le preocupa y afirma que se ha comprobado que el espíritu es indestructible. ¿Qué tiene que ver el Mictlán con el día de muertos? Responde sonriendo: “Todo, Mictlán significa lugar eterno del reposo de los muertos: está compuesto por nueve dimensiones que simulan un cómputo de tiempo”.
Explica que “en cada dimensión existe un señor del día y otro de la noche, en total son 18 que multiplicados por 20 resultan 360 días del año; más cinco puntos cósmicos que son: la tierra, el agua, el viento, el fuego y el Sol, nos da un total de 365 días del año”. Ese lugar representa el eterno descanso, donde vive Mictlantecuhtli, señor de los muertos. “El día de muertos retoma toda una tradición profunda, en donde se guarda el culto a los difuntos con alegría, porque la materia se desintegra, pero comienza el principio eterno”.
La tradición en la realidad
El día de muertos se ha convertido en un símbolo nacional, señala Andrés Medina Hernández, investigador del Instituto de Investigaciones Antropológicas de la UNAM. El Mictlán es una creencia sobre el lugar donde van los muertos. Por ejemplo, los que morían ahogados se iban al Tlalocan con el dios Tláloc.
Para llegar al Mictlán, añade, las almas llegaban a un río donde sólo podían cruzar con un perro pardo -ni blanco ni negro-, y así ingresaban a otra dimensión.
Se trata de un camino que se ensancha poco a poco hasta desaparecer. “No hay muerte real sino una sensación de avanzar, luego se desaparece y se entra en una totalidad impersonal”.
La muerte no es súbita, es una transformación gradual hasta desaparecer, cuando se esfuma de la memoria de sus descendientes. Esta idea proviene del siglo XVI y pertenece más a la nobleza. Más tarde este discurso se enriquece con la Revolución Mexicana y comienza una recuperación de esa tradición. De hecho, Diego Rivera inventa la Catrina con su mural del Museo del Prado y difunde la obra de José Guadalupe Posada.
En la actualidad existen dos tipos de celebraciones: la impulsada por el gobierno que nos remite al Mictlán y a esas estructuras con calaveras y la de los pueblos modernos, quienes establecen ofrendas en sus hogares, con niveles de piso. Ambas son muy distintas pero articuladas en la cosmovisión mesoamericana.
El festejo de lobo blanco
Ayaotekatl, perteneciente a una de las siete tribus mexicas sobrevivientes en México (las otras son Xochimilcas, Chalas, Culhuas, Tlalhuicas, Tlaxcaltecas y Mexicas) festeja el día de muertos con altares llenos de fruta, comida, pulque y hasta quesadillas, es decir todo aquello que le gustaba a sus seres queridos.
“Además lo celebramos con bailes tradicionales como la danza azteca, donde los señores se conectan con el universo”.