Por. Rodrigo Llanes
Existen vestigios del pasado que funcionan en nuestra cotidianidad con carácter de atemporales. Decimos “no hay moros en la costa” y sin darnos cuenta estamos conviviendo con la invasión almorávide del siglo XII en Valencia o Murcia. “Este tipo es un ladino” exclamamos, y se asoma el espectro de un sefardí que habla árabe y castellano, y que saca ventaja de ello.
Comemos melón y sandía creyendo que nuestro pueblo siempre los ha comido, aunque sean frutos asiáticos. Y al revés, comemos un taboule árabe elaborado con jitomate sin cuestionarnos cómo un fruto americano llegó a Líbano. En la India usan chile guajillo y nosotros empleamos el comino para sazonar los platillos, pero aquí no hay curry de verduras y allá no hay enchiladas rojas. Algunos nos preguntamos: “¿Por qué los italianos hacen la salsa de jitomate sin chile?”.
Escuchamos cantar sones a un grupo de la Huasteca potosina y sus lamentos se parecen al de los cantantes de nubas en Marruecos. Los dos grupos usan violín, aunque uno lo sostiene en su brazo y el otro entre sus piernas. El canto de un gitano nos dice: “unos le rezan a Dios, otros le rezan a Alá y hay quien se queda callado, que es su forma de rezar. A ver si llega la hora, a ver si tú te das cuenta, que lo que está bien perdido ni se busca ni se encuentra.”
Los tapetes de Temoaya se parecen a los persas y la Talavera de Puebla a la de Talavera de la Reina. Las máscaras de México y España son muy parecidas.
Y todas estas cosas que podemos voltear a ver a través de una sensibilidad antropológica y estética, son las que constituyen nuestra idiosincrasia como pueblo. Cada una refleja una vivencia humana que ha ocurrido en nuestra historia y que va conformando nuestra memoria cultural, en suma: es la forma sensible con la que interpretamos la realidad.
Con nuestra herencia cultural sucede como con esos guisados en los que se mezclan distintos sabores, aromas y texturas, y en los que siempre hay cupo para uno más, aunque el resultado final se modifique. El mole al que agregamos chocolate, almendras, ajonjolí, chile guajillo, chile mulato, chile ancho, anís, canela…Es un juego que construimos con lo que tenemos a la mano y que representa en el plano simbólico lo que somos en nuestra alma.
El comienzo de todo esto está en el inicio de la humanidad. Cuando los hombres comenzaron a cocinar sus alimentos, cuando surgió la sazón, el gusto, el sabor característico que identificamos con lo que es rico y sabroso. Los elementos siguen siendo los mismos: alimentos carnosos y en su jugo, el sustento reconfortante de los cereales, aromas de hierbas, especias, esencias y bebidas que nos conectan con lo divino. Todos estos los podemos disfrutar igual que nuestros antepasados siglos atrás. Nuestra sazón la hemos logrado gracias a que siglos y años atrás otras personas jugaron con los sabores y nos han dejado el legado de su vivencia, que enriquece la nuestra. Aunque su cultura fuera islámica, judía, cristiana o mesoamericana.
El crisol de culturas amalgamadas de Hispanoamérica habla de la interrelación de diversos elementos que confluyen en un mismo ámbito y cuyo resultado es una cultura universal, de significados múltiples y variados símbolos, lúdica y popular. Esta se manifiesta en su cocina, la cual logra una relación de juego entre los distintos elementos de las diferentes tradiciones que la conforman, para lograr platillos integrados y de conjunto.
Es la gastronomía la que acompaña a los hombres en sus hazañas y en sus derrotas. Como la que trajeron los conquistadores a América en el siglo XVI. Y con ella se dieron a la tarea cotidiana de civilizar su nuevo mundo, el que acababan de conquistar y con el que habían soñado, en medio de los laberintos de su propia alma. Como dice Américo Castro: “el español sostuvo que la realidad era lo que él sentía, creía e imaginaba”. Pero pronto se confrontaron con un universo de sabores e ingredientes completamente nuevos. Con formas diferentes de paladear y sazonar. Sabores “con toda la riqueza humana que supuso el abrazo fecundo de tantas culturas, mezclado con luchas, guerras, donde etnias vencidas se convierten en vencedoras culturalmente” (Caballero Bonald). Y esa fue la América que se comenzó a desplegar sutilmente en los tacos, las salsas, el chocolate batido, la vainilla, las frutas… El influjo cultural de los pueblos autóctonos del nuevo continente fundarán la cultura virreinal y transformarán a la de la Metrópoli misma.
Sería imposible explicar la historia subsecuente sin la influencia fecunda de los pueblos indios de América. Tan sólo en términos gastronómicos imaginemos a la cocina mediterránea y mexicana sin el jitomate. Esa civilización enriqueció a Europa, pues incorporó un vasto universo humano de ricos antecedentes, el cual tiene su propia forma de interrelacionarse con el ambiente natural del continente, a través de una cosmovisión propia asociados a los recursos oriundos de la tierra, que se transformaron en elementos cotidianos de la cultura europea que intentaba permear a los distintos pueblos de Mesoamérica. Para cuando llegaron los españoles, en el año trece conejo según el calendario indígena, los pueblos tenían sus prácticas culturales y religiosas ancestrales, y su forma de ver y sentir la realidad se aprestaba a transformarse en una poderosa influencia fecunda para los desconocidos conquistadores.
Por el contrario, la devastación terrible y condenable de muchos aspectos de la cultura indígena estuvo en función de la idea de dominio del Rey de las Españas y de la interpretación que de ella hicieron los conquistadores. Ejemplifiquemos. ¿Por qué destruir los centros ceremoniales indígenas? Porque el proyecto de conquista dependía de la expansión del cristianismo en el nuevo continente. Y la evangelización dependía del hecho drástico de romper con la religión tradicional. Es por ello que resultaba muy oportuno en este quinto aniversario de la caída de México Tenochtitlan, que la Corona española y la Iglesia Católica pidieran perdón a los pueblos originarios. Su afán de dominio político y religioso de hace 500 años debe ser revisado y criticado a la luz de los hechos como un primer paso a la reconciliación.
Sin embargo, todas esas transformaciones ineludibles no impidieron que los pueblos indios enriquecieran enormemente a la civilización europea. Es justo en aquellos pueblos de México con su gran convento del siglo XVI y su casa de cabildo y sus capillas de barrio, donde podemos encontrar hoy en día la mayoría de las reminiscencias culturales prehispánicas: tortillas de comal, tlacoyos de frijol, pulque, atole de masa, caña de maíz para chupar…
Quizás todos esos pueblos tienen un mayor nexo con el pasado virreinal que con la nación moderna mexicana. Sorprendería a cualquiera que viaje en ambos países, corroborar los lazos culturales que hermanan a pequeñas comunidades mayas en Yucatán con otras pequeñas comunidades gallegas y asturianas de España. Hay danzas y representaciones populares que parten de un origen común y que hoy en día aún podemos ver. Otro ejemplo: hay un fruto, el guaje, que ya seco sirve como cantimplora y que cualquier peregrino que visita el santuario de Chalma puede comprar para abastecerse de agua o pulque sagrados. El mismo fruto y con la misma utilidad religiosa lo podemos encontrar en Santiago de Compostela. ¿Por qué? Porque la experiencia histórica se nutre de esas influencias, porque éstas actualizan el amplio sentido simbólico que la vida humana tiene. Y esto independientemente de en cuál lugar se haya utilizado primero.