Por. Gerardo Galarza
Que uno de los principales problemas de México es la corrupción es tan cierto como que el sol existe. La corrupción ha invadido y carcome todos los ámbitos de la vida nacional, la pública y la privada.
Hay quienes sostienen que la corrupción mexicana proviene de las épocas de lo que hoy llaman “pueblos originarios”, otros dicen que llegó con los conquistadores españoles y que la Nueva España la heredó al México independiente, y quienes aseveran que la revolución de 1910 aceleró e institucionalizó este fenómeno. “La revolución ya le hizo justicia”, era una de las frases que se utilizaban para explicar cualquier súbita riqueza.
La lucha contra la corrupción es una de las mejores banderas político-electorales. No falla, porque cada sexenio “ahora sí va en serio”.
En el siglo reciente no ha habido gobierno mexicano que no ha anunciado su implacable lucha contra la corrupción. Recordemos los 45 años más recientes, para que se puedan recordar fácilmente, en lo que los gobiernos en turno han acusado, procesado, sentenciado y encarcelado a exsecretarios de Estado y otros exfuncionarios, empresarios, líderes sindicales y hasta el hermano de un expresidente de la república, todos los lo regular del gobierno anterior inmediato y para demostrar la implacable lucha contra la corrupción cada seis años.
En realidad, en la mayoría de esos casos, esa presunta lucha de los gobiernos mexicanos contra la corrupción ha sido parte de una estrategia mediática y, en muchas ocasiones, también de revanchas políticas.
Pese a todo, el fenómeno de la corrupción sigue y crece en México. Está presente en los gobiernos federal, estatales, municipales; en los poderes legislativos y judiciales federales y locales; en las empresas, en las escuelas públicas y privadas desde preescolar hasta la universidades, en las iglesias, en los deportes amateur y profesional, en las familias en todos los ámbitos de la vida nacional, en lo que –hay que decirlo—también existen y luchan muchos mexicanos honestos.
La rampante corrupción nacional fue sin duda uno de los factores que provocaron el triunfo electoral de Andrés Manuel López Obrador por la presidencia de la república y, por supuesto, su promesa de combatirla.
Pero, como antes o peor, los resultados han sido magros, casi nulos: la corrupción sigue campante e impune.
Esa impunidad puede tener su origen en dos elementos que también son prácticas corruptas: la decisión gubernamental de no combatirla más que en el discurso o la ineficacia de la Fiscalía General de la República (FGR) para investigar, conseguir pruebas, armar casos y procesar judicialmente a los presuntos responsables.
A cambio de ello. Y para demostrar que se combate a la corrupción, se ha recurrido al linchamiento de los presuntos corruptos desde el atril presidencial mañanero: el juicio sumario de la palabra presidencial los sentencia en cadena nacional, aunque nadie haya mostrado prueba judicial alguna contra ellos.
Tal es el caso de 31 exfuncionarios del Conacyt, -algunos de sus nombres ya han sido expuestos públicamente- a quienes la FGR pretende encausar por delitos con recursos públicos, incluyendo lavado de dinero, por lo que ha solicitado órdenes de aprehensión, y en dos ocasiones un juez federal las ha negado al considerar que las pruebas que se le presentan no son suficientes. La FGR ha informado que insistirá en su solicitud en todas las instancias judiciales, pero por lo pronto los mencionados públicamente son ya culpables sin que hayan tenido un juicio como lo ordenan las leyes.