Por. Ivonne Melgar
¿Qué es lo nuevo, lo relevante, lo inédito del pronunciamiento del presidente López Obrador el 16 de septiembre y en compañía de su homólogo de Cuba, Miguel Díaz-Canel?
Porque en abril de 2012, reunido en Cuba con Raúl Castro, el presidente Felipe Calderón condenó el bloqueo impuesto por Estados Unidos.
Nuestra desmemoria hizo que en enero de 2013 se hablara de una nueva etapa bilateral, cuando el presidente Enrique Peña se encontró con el mismo gobernante, en Chile, en la Cumbre de la Comunidad de Estados Latinoamericanos y Caribeños (CELAC), mecanismo que hoy se ha dado cita en la CDMX.
Y, en cada ocasión que Cuba fue tema en el sexenio anterior, se condenó el bloqueo a la isla, incluyendo la participación del mandatario en la Asamblea de Naciones Unidas hace tres años.
Aquel pronunciamiento fue parte de la nota que, en la portada de varios periódicos, destacó el llamado de Peña a frenar el tráfico de armas, un tema que Calderón YA había denunciado desde 2010 en el Capitolio, responsabilizando a EU de su venta a los carteles. Así que las gestiones del canciller Marcelo Ebrard al respecto no son inaugurales ni inéditas.
Lo nuevo es que la declaración del presidente López Obrador este jueves es parte de una estrategia-narrativa que pretende hacer creer que no se va a someter a la agenda de la Casa Blanca, el Departamento de Estado y las agencias estadounidenses y que no le tiene miedo a las tretas que la CIA despliega para ablandar a algún mandatario incómodo.
Se trata aparentemente de una audacia justificada, si nos hacemos cargo de la forma en que Estados Unidos ha jugado para desestabilizar a los gobernantes molestos o rebeldes de la región, una práctica que Mario Vargas Llosa retrata en su novela Tiempos recios al reconstruir el golpe de Estado en 1954 a Jacobo Árbenz, en Guatemala, y el tinglado militar latinoamericano en la Guerra Fría.
De manera que el supuesto endurecimiento del presidente frente a la política intervencionista de EU respondería a la misma lógica de su trato con la oligarquía: proclamar que él no es el payaso de las cachetadas y que no será pelele ni rehén.
Y para escalar ese mensaje a nivel hemisférico, hoy encabeza la Cumbre de la CELAC con la promesa de “democratizar” a la Organización de Estados Americanos (OEA).
Es una quimera, alertan los especialistas. Pero lo que interesa a López Obrador es impugnar el rol de certificador de la democracia que ejerce Washington a través de la OEA.
Así lo hizo cuando envió un avión militar para traer a Evo Morales, dándole la espalda al discurso de la OEA que denunciaba fraude electoral en Bolivia de parte del depuesto mandatario. Y aunque ese rescate contó con el beneplácito estadounidense, esto se cuenta poco porque la prioridad es el relato de que México desafía al tío Sam.
Transformar a la OEA es imposible sin un acuerdo con EU. Pero lo que le importa ahora al gobierno es desacreditarla como interlocutora de las oposiciones de la región, sean de Cuba, Venezuela, Nicaragua o México.
Eso es lo nuevo: desautorizar a la OEA como contrapeso continental ante cualquier anomalía en la democracia electoral, como la expuesta por la coalición PAN-PRI-PRD al secretario general Luis Almagro por la supuesta presencia de grupos criminales en la elección de junio.
Lo relevante de este “endurecimiento” ante la administración de Joe Biden, como le llama el presidente López Obrador a su conducta con el estadounidense, es su premisa: a diferencia de mis antecesores, soy un presidente con un respaldo popular que obliga a EU a respetarme. Eso les ha dicho a sus colaboradores. Y tiene razón: 63 % de aprobación, según Roy Campos ayer, en medio de la mortalidad pandémica, sólo es explicable por su liderazgo.
Bajo el razonamiento de que su gobierno debe ser respetado, como nunca antes por EU, López Obrador consiguió que Donald Trump le ayudara a liberar al general Salvador Cienfuegos, porque –más allá de si la DEA infló o inventó pruebas— no iba a permitir esa mancha en las Fuerzas Armadas, indispensables en el proyecto que unos llaman de militarización y que, en la práctica, es de desactivación del Ejército y de la Marina frente al crimen organizado.
Y eso es lo inédito: el manejo del narcotráfico al margen de la receta de EU, con liberación del hijo del Chapo, saludo a su madre y felicitaciones a la delincuencia por portarse bien en las elecciones.
Lo inédito es que ni Kamala Harris ni Biden se inconformen públicamente con la plataforma abrazos, no balazos, porque por lo pronto se dan por bien servidos con el también inédito trabajo sucio que el gobierno mexicano realiza para frenar a los migrantes de Centro América y Haití, con toda la violación de derechos humanos que ello conlleva.
Quienes conocen la dureza de EU vaticinan que este supuesto “endurecimiento” mexicano de nada servirá porque ni la Casa Blanca ni las agencias del Departamento de Estado se abstendrán en sus calificaciones. Y que tampoco dejarán de vigilar los pasos del narco y sus protectorados.
Pero a la mitad del sexenio, el presidente López Obrador intenta conjurar, a su modo, los tiempos recios del gran vecino.