Por. Oscar H. Morales Martínez
Hace 20 años, un 11 de septiembre, el mundo cambió. Pero hace 192 años, también en un 11 de septiembre, México frustró los sueños de una reconquista española y consolidó su independencia. Eso ya nadie lo recuerda.
Después de ocho años de la entrada triunfal del Ejército Trigarante a la Ciudad de México en 1821, y aún sin el reconocimiento de nuestra independencia por el Reino de España –lo que sucedería hasta 1836-, las fuerzas militares españolas al mando del brigadier Isidro Barradas invadieron el suelo mexicano con la intención de recuperar su perla más preciada, la “niña de España”.
Luego de haber desembarcado y librado algunas batallas, el Waterloo de Barradas – a quien llamaban el segundo Cortés – fue Tampico, donde los soldados mexicanos derrotaron al enemigo quien se rindió incondicionalmente el 11 de septiembre de 1829. Posterior a ese evento, el Reino de España cesaría sus intentos por reconquistar México. Se había, finalmente, ganado la guerra frente a la Madre Patria.
No solo es relevante ese acontecimiento para la historia de México como un acto de consolidación de su Independencia, sino que 25 años después, sería la justificación para que naciera nuestro último símbolo patrio pendiente: el Himno Nacional.
El General Santa Anna, de nefasto recuerdo, había sido el héroe de esa batalla. Quizá por ese motivo ha sido borrada su conmemoración, en ese ímpetu maniqueísta de dividir entre héroes y villanos la sucesión de eventos en nuestro país, como si fuera una narrativa de cómic.
Pero fue justamente Santa Anna en su último periodo presidencial –el onceavo a la sazón– quien, para celebrar el 25 aniversario de la batalla de Tampico, en 1854, convocó a un concurso para premiar al compositor de la letra y música del Himno Nacional. Es curioso que México ya tenía Bandera y Escudo Nacional prácticamente desde que se independizó, pero carecía de un Himno Nacional aceptado por todos los mexicanos.
Recordemos que en esa época y prácticamente todo el siglo XIX, el país viviría conflictos bélicos internos y con potencias extranjeras, imperando la desunión y polarización política entre conservadores y liberales, la inseguridad en las carreteras y caminos, la justicia a modo, una exacerbada xenofobia contra los españoles y una lastimosa relación con Estados Unidos. Aunque esto nos suene muy cercano, cotidiano, conocido y asombrosamente lleno de paralelismos, no estoy hablando de nuestros días. Todo esto sucedió hace siglo y medio.
De modo tal que, un evento bélico tan importante como lo fue la batalla de Tampico del 11 de septiembre de 1829, sería el pretexto para el nacimiento de nuestro Himno Nacional.
Nuestro sentido patriótico y ser nacional se ha construido a base de sangre y fuego. Nacimos como Nación después de tres siglos de parto, sin anestesia y odiando a la Madre Patria. Sin embargo, hemos batallado en reconocernos como hijos legítimos de dos culturas, dos mundos, dos continentes, y hemos elegido la orfandad de uno de nuestros progenitores, rechazando la sangre mestiza que todos llevamos.
Nos estremecemos y conmovemos al punto de las lágrimas cuando escuchamos y entonamos el Himno Nacional, que es uno de los más fuertes puntos de unión de los mexicanos, pero no recordamos que el compositor de su letra, Francisco González Bocanegra, era hijo de un español, un militar realista que luchó contra los Insurgentes. Ni tampoco evocamos que el compositor de la música, Jaime Nunó, era español, concretamente catalán.
Lo mismo sucede con nuestra Bandera Nacional, que fue creación de Agustín de Iturbide, hijo de padre y madre españoles.
Así pues, dos de nuestros símbolos patrios, bandera e himno, tienen herencia española. Pero a pesar de ello, resultaría aberrante imaginar que por ese factor pierden su sentido patriótico y nos quitan identidad nacional. Al contrario, demuestra que somos fusión de razas.
La historia es un hecho y no se borra quitando monumentos y levantando otros. Lo que debemos hacer es integrarlos, a todos ellos, como parte fundamental de nuestro patrimonio histórico, porque quitar una o muchas piezas de un rompecabezas y colocar otras no tiene ningún sentido.
Me parece importante recordar el 11 de septiembre de 1829, aunque parezca una fecha lejana, no tanto para reivindicar una victoria bélica –quizá más trascendente que la batalla del 5 de mayo-, sino para recordarnos que desde entonces y hasta ahora, necesitamos unión entre nosotros, no división.
Tal vez en el siglo XXI resulte complicado sentir como propia la letra del Himno Nacional por su carácter bélico, derivado del contexto histórico en el que fue escrito, e incluso, desconozcamos el significado de muchas de sus palabras y oraciones, pero una estrofa en particular, el segundo párrafo de la estrofa número III, se entiende cabalmente tanto antes como hoy:
“(…) Ya no más de tus hijos la sangre, se derrame en contienda de hermanos.”
Paremos de pelear entre nosotros. Seguimos en guerra. La muerte de miles de personas por el crimen organizado; facciones políticas destruyéndose entre sí; soldados en las calles y un gobierno que depende cada vez más de las Fuerzas Armadas, son prueba de ello.
Que cese el discurso de odio entre pobres, clase media y ricos; que termine la polarización política y anacrónica de conservadores y liberales; que se acabe el odio a los españoles y la exaltación idílica de lo prehispánico; que se juzgue igual a todos los ciudadanos; que nos reconozcamos como mexicanos, ni más ni menos.
Ninguna nación crece cuando el cáncer de la apatía, egoísmo y discriminación lo ha invadido.
El equilibrio de sus instituciones, la paz y la unión de los gobernantes y los gobernados, son los ingredientes de un país próspero, con identidad propia y un proyecto común.
Desde luego, se requieren verdaderos líderes de cambio, pero también de una participación activa de la ciudadanía, porque un país no debe ser de un solo hombre.
Estamos a pocos días de celebrar el bicentenario de la consumación de la Independencia de México, es momento para reconciliarnos con nuestro pasado y replantear nuestro presente, si queremos un mejor futuro de frente a un mundo que cambia de era.
El 11 y 27 de septiembre deberían celebrarse junto con el 15 y 16 del mismo mes. Al final, si lo vemos con optimismo, son más días para disfrutar de un buen pozole.