Por. Mariana Aragón Mijangos
La semana pasada Alemania, Bélgica, Luxemburgo y los Países Bajos, tuvieron dos días de lluvia en los que recibieron el agua equivalente a dos meses, lo que hasta el momento ha derivado en 180 personas fallecidas, miles de desaparecidas y otras miles de damnificadas. Las imágenes que nos llegan desde Renania Palatinado, en Alemania, de carreteras y puentes derrumbados, casas destruidas, árboles arrancados y montañas de escombros; han sido comparadas con el tsunami de 2004. Algo nunca visto en aquellas tierras donde no se puede hablar de fallas de infraestructura, sencillamente fue el cielo y la tierra mandando un mensaje enérgico a la humanidad: “El daño medioambiental y sus consecuencias, están avanzando y su atención es apremiante”.
Cabe anotar que el contraste continental, es alucinante: En estos mismos días, España padece una masa de calor canicular, con temperaturas que rozan los 45 grados centígrados, que a diferencia de las altas temperaturas en Canadá, para las y los españoles, no es nuevo. De mi experiencia de haber vivido en Andalucía de 2009 a 2013, puedo decirles que lo que menos extraño son esos agobiantes veranos que parecían nunca terminar. Recuerdo temperaturas de 30 grados desde las 9 de la mañana, y anocheceres a las 10 pm todavía a 25 grados. En verano, Sevilla se convierte en la ciudad de los vampiros, porque todo mundo se encierra en casa de 2 a 5 pm con cortinas abajo para evitar la entrada de la fulminante luz, cuando la sensación térmica supera los 40 grados. Y así de junio a septiembre.
Discursivamente, términos como “sostenibilidad” y “cambio climático” han sido bien acogidos por la agenda multilateral, aunque con poca resonancia en los hechos. Fue en 1987, cuando la entonces primera ministra noruega Gro Harlem Brundtland, advirtió a la ONU sobre la necesidad de replantear las políticas de desarrollo económico ante sus implicaciones medioambientales, mediante un conocido informe titulado “Nuestro futuro común”, que más tarde sería conocido por su apellido, Informe Brundtland. En éste, por primera vez se introduciría el multicitado concepto de desarrollo sostenible, definiéndolo como “Aquel que satisface las necesidades presentes sin comprometer la capacidad de las futuras generaciones para satisfacer las propias”.
Más de tres décadas han pasado desde ese primer llamado a la consciencia, con ratificaciones en las convenciones de Rio de Janeiro en 1992, y la de Johannesburgo en 2002; los compromisos de Kyoto de 1997 y del acuerdo de París de 2016; pero la realidad es que justo en esas tres décadas se agudizó la depredación medioambiental, consecuentemente también la radicalización de temperaturas y los desastres naturales, que han evidenciado que los gobiernos no asumieron los compromisos necesarios. Mientras, el resto de la humanidad nos hemos conformado con ser testigos omisos, sin tampoco tomar medidas respecto a aquellos hábitos cotidianos, que bien sabemos, son parte de cadenas ecocidas.
¿Qué podemos hacer? Ó mejor dicho ¿Cuáles son esos hábitos que debemos, aunque no queremos romper? Más allá del renunciar a los popote y bolsas de plástico, hay que seguir insistiendo en modelos de movilidad más sostenibles e incluyentes que promuevan, mediante la infraestructura adecuada y campañas de reeducación vial, el uso de la bicicleta como medio de transporte, de un transporte público digno y seguro, así como la movilidad de las personas peatonas. Las calles son para las personas, no para los coches. Este es un tema en el que, dicho sea de paso, las colectivas de mujeres están transformando realidades.
En México, hoy existe renuencia para dejar los combustibles fósiles, y promover la generación de energías renovables. Podemos tomar el incendio del 2 de julio en el Golfo de México, como un vistazo de los costos de permanecer en el viejo esquema, no sólo para nuestro país, sino a nivel global, aunque mi objetivo no es politizar el tema, sino que asumamos cada quien la parte que nos toca.
Algo refrescante, fue el anuncio de que la nueva estrategia alimentaria en Inglaterra, que aspira a reducir un 30% el consumo de carne “por el daño medioambiental y a la salud, provocado por el actual sistema alimentario y ganadero”. “Nuestro actual apetito por la carne es insostenible”, señala el informe, y apunta a dicho sistema como el mayor destructor de la naturaleza y una de las principales fuentes de gases CO2, metano CH4 y óxido nitroso. De aprobarse la medida, sería un precedente importantísimo para el resto de los países.
Y mientras esto sucede, no basta con sentarse a esperar las determinaciones que tomen los gobiernos, ni con rezarle a Dios que no nos llueva como a Alemania ó que el termómetro no alcance los 50 grados como en Canadá, porque si algo nos deben de enseñar estos eventos climáticos, es que todos estamos en el mismo barco y hay que actuar. A estas alturas hay la suficiente información para saber cuáles de nuestros hábitos dejan mayor huella ambiental. Cada quien debe tomar la decisión consciente de disminuirlos, si no de erradicarlos del todo. No hay excusas.