- …las interacciones humanas se están limitando a corazones y pulgares hacia arriba
Por: Cut Domínguez
¿Se puede dedicar un cuento a una cuentista y poeta con talento de sobra como es Liliana Rivera?
La arrogante Lula, de buen linaje, era tal vez una de las mujeres más seductoras que he conocido. Y también, quizá, la más misteriosa.
Hace algunos años, cuando nos presentaron, por la actitud y los comentarios de los hombres, no tuve duda que era el oscuro objeto del deseo en el organismo público donde prestara sus servicios. Llamaba la atención su metro setenta de estatura, esbelta, cabello castaño claro a la cintura, y ojos azul celeste. Un caminar con gracia y caprichoso animaba la vista y la vida a propios y extraños convocando más que el piropo. Lo raro en ella: jamás soltaba un celular. Parecía extensión de su mano. Algo inusual en esos años.
Nieta de un aristócrata alemán refugiado en Estados Unidos y luego avecindado en la Ciudad de México, puedo asegurar que nunca logró disimular la falsa dignidad causada por su origen. “No me gusta hablar sobre ese tema”, decía. Y a la menor insinuación, se refería, sin parar, versando sobre el abuelo. ¡Si eso era, amaba al viejo!
Esperaba verla pero no inmediatamente, porque hubiera sido demasiado grande mi curiosidad. Siempre postergaba nuestros encuentros, por algún pretexto que solo ella guardaba con recelo. Durante cierto tiempo éramos amigos cercanos, nunca peleamos y hasta urdíamos guasas y compartíamos quejas laborales, simplemente el tiempo y la distancia alejaron los motivos para mantener el contacto.
Por fin acordamos una cita. Esperé sentado justo al lado de la puerta. Era fácilmente reconocible, pero estaba distinta. Entró teniéndose malamente en pie, aunque su altivez la conservaba. Una blusa gris perla de tela vaporosa, coordinada con un pantalón negro de lona y los aretes y gargantilla de perla no desentonaban con su excesivo talle. Le ayudé a sentarse, tomé su cartera y un bastón gastado. “Era de mi abuelo”, afirmó con cierto alarde, mientras un apuesto camarero esperaba nuestra orden y ella texteaba.
Y así habían pasado los años, sin que el tiempo se hiciera sentir, salvo en la piel de la cara, en la forma de su rodilla rota, del cuello, en la inflexión de la voz, de los gestos, en el cuerpo que aumenta de volumen, en el iris de los ojos, en la oreja escondida detrás del pelo, en el teléfono móvil en la mano ¡ay el teléfono! En la manera de decir “¿Qué tal?” Pedimos cada quien un café.
El camarero nos sirvió la bebida. La comenzamos a beber. Me preguntó si me molestaba que ella hiciera una llamada. “En absoluto”, dije. Aseguró que desde su accidente prefería llamar o mandar mensajes. Esa reunión malograda me comenzaba a incomodar. El silencio era más importante que la presencia y tejía una latosa intriga. Decidí no ser el primero en volver a hablar. Entonces preguntó por fin: “¿Has visto a alguien de quienes formaban nuestro círculo de amistades?” Respondí que no. Noté en su mirada un sigilo que despertó mi atención. “No”, repetí.
Me enfadaba su apego al celular, se me notaba en el rostro, más cuando dijo haber recibido un mensaje por WhatsApp. No era yo el que había insistido en que nos viéramos. Miré a mi alrededor y recordaba como esta aplicación promocionada como simple, segura y confiable, está programando el comportamiento de las personas sin que se den cuenta; de igual manera, como las interacciones humanas se están limitando a corazones y pulgares hacia arriba, y cómo las redes sociales han conducido a una grave falta de discurso social.
De vez en cuando le lanzaba una mirada, pero ella ni siquiera de reojo me miraba. Pedí más café y luego cuestioné: “¿Quieres que me vaya?” Entonces levantó la vista, sin comprender, como si de repente hubiera estado hipnotizada. “¿Cómo?”, dijo. Me miró fijamente; resultó bastante incómodo. “Entonces vete”, dijo por fin, “no pensaba que hiciera falta hablar todo el tiempo”. Tomó su cartera y su bastón y se dispuso ¡Claro! A hacer una llamada; era casi un ritual, lo cual en cierto modo encajaba en ese ambiente que se había formado entre nosotros.
“Lo siento”, dijo más tarde. “Yo también”, respondí. El camarero se acercó y vació más café en nuestras tazas. Nos miramos, ella dijo que hacía mucho tiempo que no nos veíamos y que mientras se acercaba a nuestro encuentro pensó que quizá no nos reconociéramos, tal vez hubiera cambiado nuestro modo de ver la vida, gustos, los hábitos y hasta nuestro concepto de nosotros mismos. Asentí con un gesto de la cabeza mientras terminaba mi café, que para entonces tenía un gusto extrañamente salado. ¡Vaya encuentro!
Semanas después, repasaba una noticia en mi iPhone: Importante empresario de telefonía móvil, se recupera en un hospital del sur de la ciudad, luego del accidente que sufriera al ser chocado su vehículo por un camión de basura. Según un testigo de esos que nunca faltan, el afectado se distrajo por ir hablando por celular a la hora del percance.
Señor es la hora de su medicamento, “me ordenó una rolliza enfermera de ojos claros”.