Por. Marisa Iglesias
Mi querida hermanita menor (por más joven, solo por eso) Rocío Correa, mejor conocida en los bajos mundos del periodismo como El Poco Hombre, vive hace más de 15 años en Italia y cada vez que viene a México hacemos planes para comer, probar cocteles con mezcal y hablar sin piedad por horas. Para referencias, El Poco Hombre fue la reportera del programa aquel producido por CNI Canal 40 -el verdadero, el de Javier Moreno Valle- sobre los abusos sexuales del Padre Maciel. Era 1997. Años después, cambió de giro y se volvió una exitosa empresaria, aunque jamás se desvinculó de la información. De hecho, su más reciente viaje a México fue, entre otras cosas, para votar. Votar apasionadamente, ardientemente, vehementemente, en contra de MORENA.
Como siempre, hicimos algunos propósitos de otra índole. UNO: Conocer algún restaurante nuevo, DOS: Ir por unos huauzontles a Los legendarios Colorines de Tepoztlán y TRES: La infaltable, una margarita en San Ángel Inn. Sí, fifís a mucha honra.
El primero se cumplió a cabalidad. Descubrimos Macan, un pequeño restaurante de comida de Singapur en la Roma. Carta mínima y extraordinaria, atención entrañable y precios de aplauso. El segundo se frustró sorpresivamente. ¡No había huauzontles en Los Colorines! Y además llovía a mares y hacía frío. Pero bueno, traíamos buen ánimo y tomamos unas por otras. Comimos deliciosa cecina de Yecapixtla, nos hicimos de unos delgadísimos impermeables de hule que nos salvaron la vida, caminamos mucho, compramos aretes y plumas de pájaro para adornar el pelo, ubicamos la pirámide en medio de los cerros entre la neblina y recogimos imágenes fantásticas, como la de unos perros cruzados de patas viendo pasar la vida desde la barda de una azotea.
Ya de noche nos perdimos, porque el Tepozteco devora la señal de internet y nos quedamos sin GPS. Regresábamos de cenar en Casa de Agua, un hotel espectacular a las afueras de Tepoz y de repente estábamos en quién sabe qué pueblo solitario, a oscuras, entre charcos y lodo y temiendo ser abducidas por marcianos, pero al doblar una esquina topamos con un gran altar a la Virgen de Guadalupe iluminado con luz neón. Verdes, rosas, azules eléctricos, morados. En fin, la imagen fue tan contundente que dimos por hecho que nada nos pasaría. Nadie, ni la Virgen, podría jamás conciliar el sueño en esa casa-disco-antro fosforescente. Así es que no tendría más remedio que velar por sus criaturas. Respiramos aliviadas y palos de ciego más adelante, encontramos de nuevo la carretera a Tepoztlán.
A la mañana siguiente subimos a Amatlán, la cuna de Quetzalcóatl, un gobernante benévolo que en una ocasión se rindió a los placeres terrenales y después, sintiéndose indigno, se exilió. Un lugar con una energía poderosísima, casi en la panza del Tepozteco. Bajamos del coche a sacar fotos. Retratamos la hermosa capilla desde sus rejas cerradas y luego buscamos la toma más cercana al cerro, sin cables de por medio. Encontramos una con un tabachín y un muro de adobe en primer plano y las formas inauditas de los montes contra el cielo encapotado de fondo, cuando una voz cansada nos advirtió: “No se lleven mi cerro”. Una mujer con lentes nos miraba con cara de pocos amigos desde la puerta entreabierta de su casa. Nos acercamos y nos miró de arriba abajo. Nos provocó. Respondimos. Volvió a hacerlo y volvimos a responder, hasta que por fin, sonrió. Nos habló de cómo era subir hasta la cruz de madera que apenas se veía en el punto más alto del cerro, amarrados a cuerdas, como serpientes-quetzalcóatls y de la cueva donde habría nacido el que luego sería el mítico dios maya. Hablaba con amor y con un fuerte sentido de pertenencia. Ese era SU cerro. Y ella era SUYA. Hechos de la misma piedra, de la misma tierra. Al rato salieron sus nietos a abrazarse a sus piernas, tímidos y risueños, y una niña nos presentó a su nueva mascota, una perrita bebé blanca con un parche de pirata como tatuado en un ojo. Nos despedimos llevándonos un poco del cerro, de SU cerro, pero con SU consentimiento.
De ahí bajamos a Tlayacapan en busca de un mini restaurante francés en un mini hotel boutique de unas cuantas habitaciones, La Casa que Abraza, recomendado por Christina, mi casera, vecina y amiga. Dimos con él, pero a esa hora aún estaba cerrado. Justo al lado, El Spa de la Cerveza y su precioso jardín con mesitas bajo los árboles, seducía con lentejuelas, peeeeero la carta era italiana y al Poco Hombre todo se le antojaba menos pizzas y pasta. Así es que pidió –y encontró- la mejor recomendación: El Mil Amores. Cocina mexicana “que intenta rescatar tradiciones perdidas”, según le dijeron, y ahí fuimos a dar. ¡Qué cosa! Una vieja casa pintada de rosa mexicano, cruzando un puentecito en el centro del pueblo. Un par de mesas afuera, unas cuatro-cinco más adentro y otras tantas en una deliciosa terracita, que estaba cerrada por la lluvia. Ya con la carta en mano, nos arriesgamos con “Puro Veneno”, un coctel de sotol de víbora negra con mango y jamaica, escarchado con sal negra y servido muy generosamente. Una verdadera locura. El mejor que me he tomado en la vida, y eso que soy de aguardientes derechos. El mango picado, no molido. Deliciosamente mordible. El dejo ahumado del sotol. El toque rosa del polvo de jamaica. No, bueno… Y luego las Enchiladas Mil Amores. Las más extravagantes, más bonitas y mejor combinadas que haya probado: una dulce, a base de piñón rosa y frutos rojos. Otra blanca, delicada, con piñón blanco y pulque. Y la verde clásica, el pipián, magistralmente ejecutado. Las dulces y semidulces con pollo. La salada, con queso a la plancha. Casi lloro de la emoción.
El postre no venía en la carta, pero llegó como un espontáneo a una corrida de toros. Rumbo a lavarse las manos, pasó junto a nuestra mesa, muy sonriente, mejor que un flan de cajeta o un arroz con leche, Epigmenio Ibarra. Verlo descompuso al Poco Hombre. La convirtió ante mis ojos, en un cuadro cubista de Picasso. Rocío, mi dulce hermanita del Canal 40 (el verdadero), esa chava magnética que en la juventud no sabía manejar lo que su enorme belleza provocaba. Esa sofisticada mujer de negocios europea que, años más tarde, ya en total control de sí misma y de sus feudos, brillaba incandescentemente. Esa periodista intensa, que nunca dejó de ser, se permitió una deliciosa transgresión.
Luego de pagar, me pidió salir primero y así lo hice. Instantes después, casi bailando en el zócalo de Tlayacapan, Rocío me alcanzó y reprodujo para mí el encuentro:
ROCÍO: “Buenas tardes. Me disculpo por interrumpirlos mientras están comiendo.”
EPIGMENIO Y ACOMPAÑANTES SONRÍEN, SEGURAMENTE ACOSTUMBRADOS A ESAS INTERRUPCIONES. MUY PROBABLEMENTE LOS LLENEN DE APLAUSOS A CADA RATO EN LOS RESTAURANTES DEL PAÍS. PERO EL SIGUIENTE ESCENARIO ES, SEGURAMENTE, TAMBIÉN COMÚN:
ROCÍO (DIRIGIÉNDOSE A EPIGMENIO): “Quiero decirle que es una tragedia lo que está haciendo este gobierno con nuestro país. Y que usted y su patrón son un asco.”
EPIGMENIO (LEVANTANDO EL ÍNDICE): “Yo no tengo patrón…” Puntos suspensivos, porque el Poco Hombre lo dejó hablando solo. Ya no se quedó a atestiguar su molestia. No le interesaba discutir. Había dicho lo que quería decir, y punto. Salió de ahí volteada al revés.
Volvimos a la CDMX entre nopaleras por la hermosa carretera federal a Xochimilco, riendo sin parar. No hubo huauzontles, no hubo espacio en los hoteles que nos gustaron, no hubo sol, no hubo señal, pero hubo cecina, impermeables, perros posando como modelos, vírgenes psicodélicas y cerros mágicos que nos robamos un poco. La vida le regaló al Poco Hombre, un viajecito delicioso y, diría @ChumelTorres, también a Epibebé. ¡Gracias vida!