Por. Adriana Segovia
Ante las próximas elecciones, romperé mi habitual discreción sobre mis posturas partidistas, no sobre mis posturas políticas, sobre las que no tengo inconveniente en pronunciar repetidamente en diversos espacios, incluido éste, desde luego. Mi discreción partidista ha sido sobre todo para evitar roces con queridas amistades. He respetado mucho la secrecía del voto porque no me he desgastado mucho en convencer ni ser convencida en el pasado. Sin embargo, hoy mis habituales preocupaciones sociales y políticas están especialmente a flor de piel, será la pandemia, será la violencia, será tanto duelo que nos rodea y que vivimos. No lo sé, pero hoy esta columna se pone especialmente íntima, histórica y partidista.
Crecí acompañando a mi mamá y a mi papá a votar. Me decían que todo consistía en tachar el emblema del PRI. Parecía tonto. Especialmente aquel año de 1976 en que se me explicó que se votaba pero que solo había un candidato. Yo apuntaba en mis notas mentales para cuando fuera grande, descubrir las verdades que se me ocultaban tras explicaciones tan absurdas: votar por solo un candidato; cómo era que realmente las mujeres llegaban a embarazarse, y que fumar no servía para nada.
Cuando por fin pude votar (y resolver los misterios de la infancia que señalaba), mi hermano Carlos y yo fuimos entusiastas votantes y participantes activos de los partidos de izquierda de la mayor parte de las elecciones. Votamos por Rosario Ibarra, defendimos las elecciones del 88 con nuestro candidato Cuauhtémoc Cárdenas en toda marcha y brigada que se nos presentó. A esas alturas ya también acompañados de entrañables amistades que conservo a la fecha y con quienes nuestros caminos partidistas pueden haber sido divergentes, pero no los principios, los valores y el afecto.
En el 2000, no sin conflicto, emití un voto útil por Fox. Decepción, sí. Pero no me arrepiento porque el voto útil quebró un sistema que creíamos inquebrantable. La alternancia y todas sus luchas fueron construyendo las instituciones democráticas actuales. La izquierda no estaba lista para conjuntar la primera fuerza de la alternancia, pero se abrió camino en esos movimientos y oportunidades para finalmente llegar en el 2018 a ganar rotundamente la elección presidencial. Me sentí enteramente parte de ese triunfo y de esa historia.
Mi afecto nunca ha estado con AMLO. No me gusta su permanente modo descalificador, intolerante, patriarcal, autoritario e ignorante, pero le reconozco haber aglutinado a tantas fuerzas tan diferentes en su trabajo de muchos años para lograr que un movimiento de causas de izquierda llegara al poder. En 2018, todas mis reservas fueron acompañadas por amigas con las que nos convencimos que había gente valiosa, feminista, democrática e inteligente que lo acompañaban y que sí nos representaban, que harían valer parte de lo que anhelábamos, un país más justo, menos desigual, más seguro y vivible.
Desafortunadamente, después de un arranque emocionante en su primer discurso como presidente electo, Andrés Manuel me ha ido decepcionando casi todos los días de su gobierno, me duele, me ofende su desprecio a tantas organizaciones, feministas, instituciones, periodistas, profesiones, enfermos, empresarios; bueno, hasta quienes tienen licenciatura y que no votarán por Morena, según las encuestas.
Explico desde dónde escribo porque no me identifico con los odiadores de siempre del presidente, los que, diga lo que diga, lo desprecian y acomodan en su marco de terror. Tampoco con el otro extremo de seguidores que, diga lo que diga, él seguirá siendo puro y bueno. No me decepciona tanto él como todos los otros morenistas que no se atreven a criticarlo, a ejercer el poder legislativo para un cambio democrático y de justicia, sino para seguir políticas de austeridad, nacionalismo y destrucción de organizaciones que no limpian nada, solo tiran el agua, la tina y el niño juntos.
Cuando quienes votamos por el partido en el poder hacemos críticas, no faltan los que nos dicen que nos excedimos de ingenuidad porque ya conocíamos al AMLO de siempre (en realidad, nos dicen más feo). Aclaro que decepción y tristeza no es lo mismo que arrepentimiento. Si hoy fuera el 1 de julio de 2018, yo hoy volvería a NO votar por Anaya y por Meade, porque ese día ganó, entre otras, la voz de “no más corrupción y privilegios”.
Los partidos de oposición de este gobierno no han hecho nada por ganarse mi voto. Salvo excepcionales legisladoras como Martha Tagle, entre otras, la mayoría no han tenido una estatura moral y política que haga diferencias. Se ganarán los votos de quienes, como yo, estamos decepcionadas y decepcionados de este gobierno y solo nos queda, por ahora, hacerlo notar con nuestro voto el 6 de junio. Yo votaré por el PRD y sus escasos miembros. Fueron en su momento y en esta Ciudad, los verdaderos defensores de leyes progresistas como la Ley Robles y el matrimonio entre personas del mismo sexo. Urge reconstruir una izquierda democrática, de lo contrario, la derecha y ahora sí, el conservadurismo, tomará el poder en 2024. Espero que mi voto sea útil, de algún modo.