Por. Gilda Melgar
La emergencia sanitaria en la Ciudad de México fue declarada justo hace un año. Recuerdo el momento en que leí la noticia de que las escuelas cerraban sus puertas dos semanas antes de la Semana Santa. Fue la confirmación de que la cosa iba en serio. Lo que entonces aún no sabíamos era que los niños y los jóvenes ese año no iban a volver más a sus salones de clase.
Al principio del confinamiento la idea de pasar más tiempo en casa me emocionó, a pesar de que me invadía la tristeza por haber aplazado un viaje largamente anhelado. Con el pasar de los días, el peso de la nueva normalidad me cayó como un balde de agua fría al comprobar que compatibilizar el “homeoffice”, las clases en línea, el trabajo doméstico y las idas al súper por despensa no era nada fácil y tampoco emocionante.
El deseo de ser una mujer “multitasking” exitosa pronto se volvió parte del estrés en tiempos de Covid, y fue entonces cuando algunas preguntas comenzaron a robarme el sueño.
¿Y si me quedo sin trabajo? ¿Qué tan esencial es mi función laboral? ¿Qué haría si hoy me dijeran que soy positiva a Covid? ¿Estaría lista para partir? ¿Habría cumplido con todos mis pendientes y metas de vida ¿Qué pasaría con mis hijos? Etcétera, etcétera.
Tras unos meses tratando de responder estas interrogantes al tiempo que me angustiaba por no estar a la altura de la nueva normalidad, llegué a estas dos conclusiones: 1) No somos indispensables ni imprescindibles para ningún trabajo u oficio no esencial, y 2) La escuelas y los estudios pueden postergarse, la salud y la vida no.
Si también usted respondería hoy a estos cuestionamientos con un “no pasaría NADA”, entonces quizás comprendió ̶igual que yo ̶ que lo único urgente por hacer aún en este 2021 es SOBREVIVIR.
Fue antes del verano de 2020 que logré transformar aquellas preguntas del ego en la única interrogante que yo creo deberíamos hacernos: ¿cómo quiero pasar esta pandemia? ¿Quién quiero ser frente a esta situación sobre la cual no tengo ningún control externo?
Lo primero que decidí fue que mi entorno iba a ser lo más amoroso, armónico y cuidadoso posible. Concluí que lo más importante era que mis hijos recordaran esta etapa de sus vidas como una en la que, a pesar del caos , la incertidumbre y la ansiedad generalizadas, pasaron días memorables dentro de sus cuatro paredes.
También decidí que lo único urgente era sobrevivir sin más. Y mientras lo lográbamos, hacer felices a los que nos rodean, ayudar a otros en la medida de nuestras posibilidades, realizar lo mejor posible nuestro trabajo y labores domésticas, pasar más tiempo de calidad con la familia y realizar cosas nuevas, locas o disruptivas.
Nadie sabe qué pasará el día de mañana, y lo único cierto es que todos vamos a trascender en algún momento sin saber cómo ni cuándo.
El asunto es que la posibilidad de morir por la pandemia nos alcanza a todos por igual, aquí y en todo el mundo. Se trata de una certeza tan abrumadora que nos obliga a repensar nuestras vidas y a poner en perspectiva las prioridades, valores y expectativas precovid.
Imagino que hay pocas persona en el mundo que, durante un año tan difícil, no se hayan preguntando qué vale y qué no vale para sí y, ante la claridad de que no tenemos la vida prestada, hayan intentado cambiar su acostumbrado estilo de vida o forma de conducirse hasta antes de la aparición de la pandemia.
Sobrevivir 2020 no fue poca cosa, aún más para los que habitamos en el país ranqueado en el tercer lugar del mundo con más muertes por Covid.
No sé si seguir aquí ha sido producto del autocuidado, la suerte, el karma, la protección divina o lo que sea. Lo único cierto es que para mí significa que aún tengo la oportunidad de enmendar, trascender, agradecer, mejorar y, por supuesto, valorar lo que doy por hecho.
Sobrevivir 2020 también me dio la oportunidad de salir del closet con uno de mis talentos y deseos más preciados.
Tengo esa fortuna y ojalá tenga más vida para algún día poder volver atrás y decir: “Yo fui sobreviviente del año del Covid”.