Por. Sandra Vivanco
Los días 8 de marzo no se celebra, a veces creo que todas las personas lo sabemos, hasta que empiezan a invadir mis redes sociales imágenes y mensajes de felicitación por el hecho de ser mujer, entonces siento como que me da un tic en el ojo, pienso que debo de ser más paciente con quienes no ven como yo el contexto de este día.
Pero empiezo a recordar años más atrás, cuando no se hablaba de derechos e igualdad entre hombres y mujeres, es más decían que no éramos iguales. En mi casa por ejemplo mi hermano mayor tuvo derecho a salir a jugar a la calle con los amigos por ser niño, mi mamá siempre argumentó que las niñas callejeras no se veían bien, por tanto, jugué con mis muñecas frente al espejo para sentir que hablaba con alguien más.
En aquel momento, me parecía de lo más injusto que yo no pudiera salir a jugar a la calle, como también que a mí me correspondiera realizar tareas domésticas como lavar los trastes por ser niña y a mi hermano no, precisamente por su condición de hombre. Siempre lloré mientras lavaba los platos, con mucho coraje contenido, en mis pensamientos rondaba la idea de que eso no estaba bien. Este es quizá el momento definitorio de mi rebeldía, porque entendí que vivía cuestiones injustas, lo que no sabía es que eso se iba a repetir muchísimas veces más, particularmente en mi vida profesional.
En aquellos, los años ochenta, no recuerdo haber escuchado la palabra feminismo, tampoco puedo saber si en algún momento de la vida escolar hablaron de la lucha de las mujeres, ni que esa lucha fue por intentar ser tratadas como iguales frente al hombre, y ahí viene otra de mis rebeldías: por más que en casa hubo, por desconocimiento, trato machista, yo siempre me sentí igual que todos y todas las demás, en mi primera década de vida seguramente ese era un verdadero acto libertario.
Nunca me cuestioné el tema de que las mujeres no podían votar, porque llegué a acompañar a mis abuelos a la casilla, pero claramente recuerdo a mi Mamá Lucha recibiendo instrucciones de mi Papá Chucho, no voy a repetir por quién le decía que votara, pero estoy segura que pasó en casi todos los hogares mexicanos, entonces para mí, desde mi infancia, el derecho al voto de las mujeres estaba más que claro.
En esos años es que decidí que sería abogada y presidenta de México, lo primero si lo hice, lo segundo es algo que no creo que se materialice. Pero seguía escuchando a mi papá decir que le daría carrera universitaria a su hijo mayor, dentro de mí la duda crecía: ¿y, yo? Bueno, a los 17 años me fui de mi casa para no volver jamás, a estudiar en la Facultad de Derecho de la Universidad Michoacana, en la bella Morelia, otro de los actos más revolucionarios que he hecho en la vida. Lo logré, años más tarde me convertí en abogada, después de pasar por varios acosos de profesores, que en su momento no denuncié porque no sabía cómo y en aquel entonces no se “usaba” eso, alguien me dijo que me debería sentir honrada de que tal licenciado me hiciera cumplidos.
A pesar de estar en la universidad, seguía sin conocer el feminismo como tal, pero estoy segura que lo aplicaba, como cuando me rehusé a salir con algún profesor, exponiendo mi calificación semestral, que tuve que salvar pidiéndole a mi entonces jefe que le llamara porque era su amigo. Sin derecho a revisión de examen apenas alcancé un 6, pero no volví a ver a ese sujeto. Repito, no sabía cómo defenderme.
Pasaron los años, tomé decisiones que me costaron años de violencia en casa, decidir terminar con ello, fue otro de los momentos más rebeldes en mi vida. Tampoco me asumía como feminista, pero ahí comencé a trabajar orientando a mujeres que llegaban a la Sindicatura Municipal donde yo era asesora, muchos hombres pasaron algunas noches en barandillas, el problema era que después ellas se arrepentían porque los amaban y pagaban las multas, me frustraba, pero las entendía, no estaban preparadas para tomar las riendas, porque se nos había enseñado otra cosa. Seguía sin asumirme feminista.
Al paso de los años y habiendo cambiado el rumbo profesional de mi vida, he entendido varias cosas de las luchas de los grupos sociales, sigo estudiando el feminismo, entendiéndolo, viviéndolo, no sé si soy tan feminista como otras mujeres a quienes admiro y respeto, pero hago desde mi trinchera lo que considero que ayuda a todas. Aprendí que la sororidad y el affidamento son de lo más valioso que una mujer le puede ofrecer a otra. Es más, fue después de varios momentos agrios y de sufrir micro violencias en la oficina, esas que son invisibles, pero que igual te desarman y desfondan, que conocí a mi amiga Nancy, y cuando hablamos me dijo que yo era muy feminista y le dije que no, que mi agenda era de derechos humanos y discapacidad, ella, una mujer como 16 años menos que yo, insistía en que yo era feminista.
Fue en ese 2019, cuando me cayeron muchos veintes, cuando recordé muchas cosas que me pasaron muy jovencita casi niña, de hombres con miradas lascivas en el camión, el horror de usar el short corto para educación física en secundaria y sentir la mirada del profesor, ir caminando y que un tipo te de una nalgada, los acosos en los años de universidad, los golpes en casa, la desigualdad en el trabajo por ser mujer, soportar la frase de que si andas en tus días, todo ello me llevó a entender que sí, que a todas nos ha pasado algo, entendí por qué son las marchas y las consignas, y desde entonces todo cobró sentido, me uní al grito de ni una más pensando en mí misma.
Desde esa fecha, comprendí las luchas, las pintas, los cantos, los gritos, si bien no son las condiciones de inicios de los años 1900, pero la lucha feminista es igual de genuina que entonces.
La yo, ahora sí, totalmente feminista, asume el compromiso social de que, si maltratan a una, respondemos todas.
Gracias Nancy por tus explicaciones y ejemplo.