Boris Berenzon Gorn
Hay que admitir que el poder produce saber;
que poder y saber se implican directamente uno al otro
Michel Foucault,
Vigilar y castigar. Nacimiento de la prisión
La era digital significa para muchos el apogeo de la democracia. No diré los más optimistas, pero sí los que mejor se han comprado el discurso de Silicon Valley, creen que hoy vivimos en una constante fiesta de la libertad de expresión. Los ideales por los que durante siglos dieron sus vidas miles de hombres y mujeres valientes, que luchaban a contracorriente y sin ninguna ley que los respaldara, quedaron reducidos a la capacidad de hacer públicas nuestras efímeras ocurrencias sobre un montón de temas de los que quizás no tenemos ni idea. Lo que hoy interpretamos como la reivindicación de un derecho no es más que un espejismo que, si bien llega a tener sus momentos y sus puntos de avance real, será interpretado en el futuro como una gran pérdida de tiempo en la lucha por las libertades.
¿En qué momento las luchas democráticas decidieron conformarse con las migajas que representa la habilidad de transmitir nuestra vida 24/7 y de rumiar colectivamente temas en los que no conseguiremos tener impacto, salvo en los casos en que se pueda acosar hasta el terror a los individuos que la masa decida estorbosos? Probablemente no ha sido un proceso rápido. El discurso místico que envuelve a la web 2.0 lleva sembrándose durante décadas, abriéndose paso en todas las esferas al grado de que hoy existe un consenso general, ya no digamos en torno a sus beneficios, sino a la irrefutabilidad de su condición suprema, casi divina e ingenuamente plana y ramplona. Cualquier intelectual que la cuestione será visto como un nostálgico anticuado que vive anclado en el pasado, y cualquier personaje proveniente de otras áreas de lo público que haga lo mismo será leído como poco más que un represor.
La web 2.0 que tanto adoramos no ha sido programada por sus creadores como la espada de la democracia. Su existencia es un negocio y aquello con lo que lucra tampoco se relaciona mucho con el derecho a la libertad de expresión sino, en todo caso, con el derecho a la privacidad y a los datos personales, pero desde un enfoque negativo. Detrás de estas empresas está el flujo de datos que alimentamos día con día y del cual, como Jaron Lanier apunta, nosotros no vemos ni un centavo. Si coincidentemente resulta de ello, como un producto residual, algún proceso extrajudicial al que tildamos de justicia o la ilusión de que estamos patrocinando revoluciones en oriente medio —realmente maquinadas desde los epicentros del poder—, es caso aparte. El hecho podrá ser utilizado para alimentar el mito de la web 2.0 pero no es, ni por asomo, el principal objetivo de los empresarios que la dominan.
Los grandes efectos de las limitantes a la libertad de expresión siguen viviéndose en el día a día allá, donde todos los tuits no alcanzan a llegar. Los realmente incómodos, no solo para los gobiernos sino también para los grandes negocios y los poderes de facto, siguen siendo torturados, silenciados o removidos con toda tranquilidad de sus espacios de difusión (o de la vida misma). Las batallas de la libertad de expresión siguen librándose allá afuera, lejos de la luz que arrojan nuestros teléfonos. Y el apoyo de las masas no llega tan lejos porque están muy ocupadas defendiendo su derecho a decirle idiota (por ponernos finos), en directo, a un gobernante o empresario o a quien se le atraviese en el camino.
Esto es tan orwelliano como se puede o rebate El mundo feliz de Huxley. Las redes definen por la mañana el tema del día, hablamos de él hasta el cansancio —sea en la propia red o en los espacios offline— mentamos madres en vivo, transmitimos nuestros efímeros pensamientos, nuestras fotos y las crónicas de lo que vamos a comer para el almuerzo. A eso lo llamamos hoy “libertad de expresión”. Y, curiosamente, también “libre acceso a la información”, aunque pocas veces leamos más allá de los titulares de las noticias antes de emitir juicios. Afuera, las verdaderas defensoras y defensores de las libertades siguen luchando las mismas batallas de hace siglos. Ahora con leyes, ahora con más herramientas, pero con la misma invisibilidad; esta vez, acrecentada por la luz falsa de una utopía ilusoria que hace más intensa la oscuridad.
Manchamanteles
¿Cuántas veces escucharemos el mismo cuento de que el amor prevalece? Pero en la era de la efimeridad y el consumo ya nada es lo mismo, ni el amor ni las relaciones. El cambio en los códigos se ha dado con toda rapidez, y lo que hace unas pocas décadas era normal hoy nos parece tan anticuado como practicado hace siglos. Ya lo decía Bauman: en esta época, generar una unión tiene el mismo valor que romperla. Quizá, después de todo, el amor no prevalece.
Narciso el obsceno
Generación Selfie. Juan María González-Anleo, doctor en Ciencias Políticas y Sociología se plantea en su libro Generación Selfie (2015) que “entre los adolescentes y jóvenes de ahora está de moda el culto a la propia imagen en las redes sociales, conocido como Síndrome Selfie”. Y advierte: “Disfrutan haciéndose autofotos y publicándolas en internet, siendo imitados por algunos adultos. En la época histórica en la que el culto a la propia imagen se limitaba a mirarse en el espejo, no era posible difundirlo; hoy, en cambio, los nuevos ‘narcisos’ tienen la posibilidad de llegar a miles de destinatarios para lucirse con sus originales puestas en escena, ‘inmortalizando’…”. Siguiendo a González-Anleo podemos decir que “por sus selfies los conoceréis…” o que en la necesidad de la selfie hoy se juega de alguna manera el rejuego del ego, el narcisismo y la autoestima. Narciso dirá: “cada quien su selfie”.