Diana Teresa Pérez
Ya estábamos hartos. Cuando no era picadillo, era pastel de carne o rollo. Ni hablar de las albóndigas, las comimos de todo tipo: en chipotle, rellenas de huevo, de queso, en caldillo, salsa roja, bechamel. Desde que empezó la pandemia, mi madre retacó el congelador con kilos de carne que luego molía en un molino manual que le heredó mi tío el carnicero antes de irse a Tijuana y que fue motivo de más de un pleito con mi padre porque abarcaba toda la mesa.
Tenía algo de razón cuando gritoneaba que la casa parecía bodega, porque además del molino, mi madre guardó en el pequeño traspatio una tabla enorme y gruesa, varios afiladores, cuchillos y hasta un congelador en el que nos teníamos que trepar para poder tender la ropa.
Una de esas tantas noches de alcohol, mi padre no pudo más y en un arranque de cólera cargó con el molino y lo aventó a un rincón del traspatio haciendo volar una de las cuchillas que dejó una herida profunda en el brazo de mi madre. Con tanta sangre pensamos que ella moriría. Mi padre se encargó, con dos bofetones a cada uno, y al grito de “¡mariquitas!”, de tranquilizarnos.
Desde entonces, el molino se convirtió en un objeto casi maléfico. No nos atrevíamos a tocarlo, no fuera a ser que el diablo regresara a casa, porque poco después, mi padre se evaporó.
Fue una madrugada, cuando recién entraba la pandemia al país y todo era confusión. No sabíamos todavía que tendríamos que encerrarnos, aunque ya en otros lugares empezaban a hacerlo. Mi padre optó por lo contrario: huir, deseo que ya había manifestado muchas veces antes. Entre bromas etílicas le decía a mi madre que prefería morir a quedarse encerrado con “su jeta”. Esa madrugada, mi hermano y yo escuchamos, una vez más, las voces del desencuentro, diálogos poco claros, llantos ahogados, algún grito acallado en seco. Luego el arrastre de muebles, porque en medio de la batalla, estorban. Se necesita espacio para el despliegue del rencor, de la frustración. Oíamos, ya indiferentes, desde nuestras respectivas camas, los sonidos del desamor.
Al día siguiente, como casi siempre, mi madre amaneció con los ojos enrojecidos, hinchados. La cara arañada, los brazos amoratados. Temblaba. Pero no hubo mucho tiempo para lamentaciones, ni para preguntar por el paradero del desaparecido porque era común que regresara semanas después y el internet estaba lleno de noticias sobre la pandemia.
Cuando empezó el encierro inevitable, en la colonia, las señoras corrieron a las tiendas para abastecerse de víveres. Mi madre hizo lo mismo. La tarde de nuestro último día de clases presenciales, encontramos el refrigerador lleno de verduras, frutas, jugos. El congelador del tío, repleto de paquetes con carne.
-Má, ¿por qué un día no nos haces un estofado o algo así? Aunque sea para variar-me atreví a preguntar, semanas después, harto de las variedades de molida y el encierro.
-Qué estofado ni qué nada. Ese lleva más ingredientes. Con eso del Covid, apenas sobrevivimos con algunos quintos que dejó tu padre y lo que puedo sacar de las lavadas y la planchada. No hay trabajo-respondió sudando de tanto darle vuelta a la manivela del molino, que regresó a la mesa-Además, la carne molida es más fácil de guisar.
Al ver mi cara de asco, agregó: “Calma, hijito”. La frase que se convirtió en su mantra.
A veces la decía con alivio sincero, lanzando un suspiro mientras limpiaba la mesa del comedor.
Otras, con lágrimas de angustia. Quizá temía que mi padre regresara, se sentara con nosotros y al primer descuido le lanzara el tenedor, cuchillo o cuchara que estuviera a la mano para no tener que escuchar “su voz de pito aguado”, como siempre le decía. La comida empezaba a tener un sabor agrio. Mi mamá, cual contorsionista, esquivaba la artillería, aunque no siempre corría con suerte. Luego, mi hermano, ella y yo, nos encerrábamos en el baño, para curarle el ojo, la mano, la mejilla, el pecho.
Las más de las veces, “la calma” fue acompañada por una sonrisa dura que acentuaba sus ojeras de cansancio púrpura. Mejor callar y comer.
Por suerte, mi madre tenía buena sazón, aunque luego de cuatro meses, la carne congelada empezó a desprender un olor acedo mientras se cocía. Por suerte también, sólo quedaban unos cuantos pedazos.
Mi madre les hizo el honor de guisarlos de manera diferente, a modo de despedida: un estofado. La sorpresa no fue tan bien recibida porque aun con las cebollas, zanahorias, papas y hierbas de olor, no fue posible disfrazar la pestilencia.
Mi hermano no aguantó y corrió al baño a vomitar apenas terminó.
Yo tragué con angustia. Sentí la carne fibrosa deslizándose por mi garganta; hice esfuerzos por no cerrarla porque quería complacer a mi madre. Si bien desde que mi padre se fue, la veíamos un poco más relajada, apenas escuchaba un ruido en la puerta, se ponía nerviosa y rompía a llorar.
Empecé a comer a cucharadas para que el sufrimiento terminara de una vez. Mi madre me miraba con dulzura, casi con agradecimiento, los codos apoyados sobre la mesa y las manos como si estuviera rezando.
No sé por qué se me derramaron unas lágrimas. Quizá era ese conocido sabor a rancio en el que crecimos cada vez que nos sentábamos a comer y que de pronto sentí en el paladar. Un escalofrío recorrió mi espalda. Miedo.
La miré a los ojos y ella asintió con la cabeza. Me faltó el aire.
Respiré profundo y decidí ofrecer el último bocado como un tributo a ella. El estómago estaba revuelto, sentí náuseas. Los ojos negros de mi madre suplicaron en silencio.
Sellé el pacto llevándome el pedazo a la boca. Empecé a masticarlo lentamente. Era el adiós definitivo.
Entonces sentí algo duro. Era un diente. Con la lengua pasé lista a los míos y confirmé que no faltaba ninguno; aun así, saqué al intruso de mi boca sólo para comprobar que era más grande y amarillento. Miré a mi madre, pero ella tenía la vista fija en el pedazo de hueso que yo sostenía en los dedos. Estaba como hipnotizada. Las lágrimas escurrieron por sus mejillas.
Calma, me dije a mí mismo porque la mano me empezó a temblar. Tenía que terminar de una vez por todas con ese tufo que nos envolvía, que hacía más denso el aire, que no nos dejaba respirar.
Cerré los ojos, tragué saliva y tragué hasta el final.