Por Boris Berenzon Gorn
Dice Miguel Hernández en su maravilloso y desolador poemario El rayo que no cesa que “Quiero decirte, amor, con sólo esto, / que cuando tú me das a la olvidanza, / reconcomido de desesperanza / ¡cuánta pena me cuestas y me cuesto! / Mi verdadero gesto es desgraciado / cuando la soledad me lo desnuda, / y desgraciado va de polo a polo. / Y no sabes, amor, que, si tú el lado / mejor conoces de mi vida cruda, / yo nada más soy yo cuando estoy solo”, y así, allí desanuda y se evidencia la desesperanza.
Múltiples han sido los efectos que la Covid-19 ha causado en la sociedad. A estas alturas sobra ya enlistar los impactos cuando todos los conocen y los han vivido en carne propia. En medio de la vorágine, no ha faltado quien compare los escenarios de hoy con los propios de un mundo apocalíptico. Escenas como la toma del Capitolio a manos de seguidores de Trump —es cierto— les han dado algo de razón. La realidad es que, por mucho que queramos ser centrados y entender que las epidemias visitan a la humanidad periódicamente, hay que reconocer que la etapa por la que atravesamos es inédita. Pero lo es porque nunca antes habíamos visto el mundo interconectado —con todas sus gracias y disgustos— que construimos antes de la llegada de este virus.
Son muchos los factores que han contribuido a que el SARS-CoV-2 sea tan dañino para la humanidad. Los más evidentes, por supuesto, son los que se relacionan con su propio potencial nocivo, que —a pesar de ser, en proporción con otros, bajo— no deja de ser preocupante y letal para millones de personas. Tenemos también los grandes problemas de salud pública que antecedían a la llegada de este virus, como la diabetes, la hipertensión y la obesidad, problemas acentuados —e incluso promovidos— por un sistema de consumo que, bajo el cobijo del Estado, ha cambiado nuestras dietas para hacerlas dependientes de la ingesta compulsiva de sustancias que no necesitamos sino en pequeñas dosis.
Después tenemos las grandes incapacidades de los sistemas de salud para hacer frente a amenazas de esta naturaleza. Por un lado, es cierto que en distintos países estos se encontraban gravemente deteriorados por el reiterado descuido, y corrupción, de los gobernantes. Sin embargo, también es verdad que ni siquiera las naciones del llamado primer mundo han logrado darse abasto. Pero antes de eso hace falta mirar otro factor sine qua non, que es el que permitió la propagación del virus y el que, incluso hoy, sigue permitiendo la rápida llegada de sus variantes a todos los puntos del globo.
Construimos un mundo interconectado, donde la idea de que el aleteo de una mariposa en Sri Lanka causa un huracán en Norteamérica no es ya un modelo sino un resumen de nuestras interacciones a gran escala. La facilidad con la que nos desplazamos por el mundo —y, más que eso, la necesidad que tenemos, que tiene el sistema, de hacerlo— explica la gran rapidez con la que el virus se extendió por el planeta. Es probable que hace cien años su desplazamiento hubiera sido mucho más lento y regional. Aunque, claro, las herramientas para enfrentarlo también habrían sido mucho menores.
Este mundo interconectado que hemos construido implica mucho más que viajes de negocios constantes. Se sostiene en una serie de patrones de consumo que han moldeado nuestra forma de vida. Son patrones que no se reducen a nuestra necesidad de adquirir bienes y servicios, sino que también moldean nuestras interacciones con los medios, con los contenidos audiovisuales, con el entretenimiento, con los espacios de descanso, con las sustancias estimulantes e, incluso, nuestras relaciones con otras personas.
Estos patrones delimitan un modo de vida que hoy es insostenible. Y no solo lo es en sentido figurado e idealista, sino que también se ve limitado por las restricciones que los gobiernos han debido tomar para mitigar el contagio de COVID-19. Durante décadas, un ejército de marketing se puso en marcha para conseguir que nuestras vidas giraran en torno al consumo, a la efimeridad, a lo instantáneo. El éxito fue tal que hoy somos, simplemente, incapaces de concebir nuestras vidas sin estos elementos, y la permanencia en casa, el cierre de negocios y el distanciamiento social representan una especie de síndrome de abstinencia tras el cual no viene mejoría.
Para el psicoanalista francoargentino Juan David Nasio, la crisis sanitaria que estamos experimentando ha producido un efecto muy particular que ha nombrado “depresión Covid-19”. No se trata de una depresión clásica, donde las emociones del individuo se reducen a las necesarias para criticarlo y disminuirlo, sino de una depresión llena de angustia y de enojo. Para el también psiquiatra, “el deprimido Covid-19 no cree más en nada”, está enojado porque siente que “lo maltratan, lo frustran, lo privan”, y está angustiado por las mismas privaciones, las cuales lee como una imposición y no como una necesidad para hacer frente a la pandemia.
En el mundo de los estímulos positivos, donde cada vez que termina uno no tenemos más que hacer que esperar al siguiente, ¿cómo puede reaccionar el individuo cuando de golpe se corta el suministro al que se ha hecho tan dependiente? A ello hay que sumarle las frustraciones que experimenta toda la población para quienes la pérdida ha ido más allá de un cambio en el modo de vida, para quienes ha significado quedarse sin empleo, reducir su salario, perder a un ser querido.
La desesperanza se extiende como una pandemia silenciosa de la que será difícil recuperarse. A lo mejor incluso implique un cambio radical en nuestros modos de vida. ¿Será que la dependencia a la inmediatez y la efimeridad ha llegado a su fin? Lo más seguro es que no, pero nos ha mostrado ya los altos costos de sostenerla.
Manchamanteles
Dice Shoshana Zuboff que los grandes gigantes de las redes sociales han dado un golpe de Estado contra la humanidad. Advierte que se ha hecho en silencio y sin derramar una gota de sangre. En las últimas semanas, su visión ha demostrado ser acertada con unas redes cada vez más independientes del Estado, capaces de celebrar juicios de escala nacional sin requerir de la intervención del sistema de justicia.
Narciso el obsceno
Narciso siempre juega a llevar la contra a las matemáticas, pues donde la lógica dicta que hay que sumar, él siempre divide. La resta es su operación aritmética más firme.