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Sus orgías eran los jueves

Por Raúl Rodríguez

En un mundo de tantas incertidumbres es difícil llegar a tener certezas absolutas. De hecho, los sabios dicen que la vida nunca se define en negro ni en blanco, sino que siempre se desarrolla en las múltiples tonalidades grises. Coincido con esa visión del mundo y por eso conservo hoy muy pocas certidumbres. He aprendido que casi todo es relativo.

Una de las escasas verdades absolutas en las que creo, es ésta: las personas más admirables son aquellas que han aprendido a habitar su propia vida, en sus propios términos. En otras palabras, aquellos que son congruentes consigo mismos son a quienes más respeto. Es el caso de mi amigo que acaba de fallecer de Covid, y que organizaba orgías todos los jueves, unas veces en Polanco y otras en la Condesa. Algunas de sus peripecias al respecto, las pude recrear en la novela negra que acabo de publicar (El infierno en doce pasos).

Ser congruente significa pensar, decir y hacer lo mismo. Aunque suene sencillo es de lo más complicado. La mayoría de los adultos pensamos una cosa, decimos otra y acabamos haciendo una todavía más distante de lo que quisiéramos en realidad.

Las casas encuestadoras tienen bien ubicado ese sesgo cuando levantan estudios de opinión. Saben que si hoy, por ejemplo, lo de moda es AMLO, muchos votantes ocultarán su priismo o panismo y se dirán morenistas, aunque en la urna acaben votando por el partido de sus afectos verdaderos.

Puedes estar de acuerdo o no en lo que una persona defiende, pero cuando predica con el ejemplo, sin duda es admirable. Lo es, porque son casos aislados, casi ningún individuo del mundo moderno somos capaces de aceptar los costos de ser auténticos.

Vivimos siempre ocultos en nuestros múltiples disfraces. Octavio Paz lo dijo en su memorable libro El laberinto de la soledad, al señalar que el mexicano vive mutando de máscaras todo el tiempo.

En mayor o menor grado, somos como botargas que bailan al ritmo del “qué dirán”. En casa somos unos, en el trabajo otros. Nos mimetizamos con lo que digan las “tribus” a las que pertenezcamos.

Casi nadie se anima a salirse de “lo políticamente correcto”. Por eso hoy da lo mismo vivir o trabajar en Alaska que en China o Islandia: los valores de la Aldea Global han achatado nuestras diferencias, han diluido al individuo. Ya no hay ideologías, lo único que importa es la tarjeta de crédito y los likes que acumules.

Por eso admiraba a mi amigo, el de las orgías. No compartía sus formas de interpretar al mundo, muchas de sus conductas eran opuestas a mi forma de ser, pero me cautivaba la forma auténtica con que vivía su propia vida. Era rigurosamente honesto consigo mismo, lo que lo llevaba a privarse de cosas o premiarse a sí mismo, según lo que dictaran sus propias reglas.

La amistad que me unió a él, siendo tan distintos, me recuerda la frase célebre de Voltaire: “Puedo no estar de acuerdo con lo que usted piensa, pero defenderé hasta la muerte su derecho a pensar así“.

Su única limitante en el terreno sexual era no meterse con menores de edad ni forzar a nadie a tener sexo contra su voluntad. Fuera de ahí, su libertad era absoluta. El título truculento de este artículo que estás leyendo pretende, precisamente, retratar la esencia escandalosa de su vivir. Escandalosa, no porque él viviera de manera estridente sino porque su autenticidad escandalizaba a muchos. No era él quien tenía intención de incomodar. Se alteraban quienes desde sus respectivos disfraces chocaban con su transparencia.

Su pregunta vital de cada día parecía ser: “¿Hoy qué toca, güero o güera?”. Era un bisexual consumado que jamás encontró media naranja en ninguno de los dos géneros. Esa era su tragedia existencial, me dijo. No sólo no había encontrado una mujer que lo complementara, sino que tampoco hubo un hombre que pudiera hacerlo. Ahora que ha muerto, la última mujer que tuvo está destrozada, amor del bueno. Y su novio en turno fue quien lo sepultó, ahorrándole la pena de semejantes trámites en plena pandemia, a su padre anciano, único pariente que le sobrevive.

No sé cómo rendirle tributo a ese gran amigo que se ha ido, y que tuve el privilegio de conocer hace algunos años, cuando coincidimos en los grupos que hacen labor social en el Reclusorio de Santa Marta Acatitla.

Escribo estas líneas perplejo por su muerte súbita, alguien joven, saludable, que se cuidó al máximo durante estos meses de pandemia pero que al tercer o cuarto día de tener los primeros síntomas, colapsó. Un tipo que ayudó a decenas de personas a alejarse de las adicciones y que alentó a tantas más, a que aprendieran a escuchar su voz interior.

Un elocuente recitador de la oración de San Francisco, esa que le implora a Dios: “hazme un instrumento de tu paz, para que donde haya odio siembre amor, donde haya duda fe, donde haya temor esperanza“.

Cabe concluir diciendo que era un hombre que supo amasar una gran fortuna económica y que hizo muchas donaciones anónimas. Respeto su humilde anonimato al compartir algo de sus virtudes aquí en este escrito, sin develar su identidad. Así lo habría querido él sin duda.

Quizá el mayor tributo sea compartir la gran lección de su vida: hizo el bien siempre que pudo, vivió lo más honestamente que le fue posible, supo reencauzar su vida alejándose de la infelicidad a tiempo. Dejó de gastar sus energías en el “qué dirán”. No perdió tiempo en hacer todo esto y visto a la distancia, fue sabio actuar así pues la vida se le fue antes de tiempo y sin aviso. Descanse en paz.

Raúl Rodríguez Rodríguez.
Analista y escritor
Redes: soyraulrr

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