Intentaré describirlo tan preciso como pueda, revisando en lo más profundo de mi memoria, esa memoria que solo se activa por medio del oído y las sensaciones, los olores, los sabores, lo que sentimos.
Cuando era chica, chica de edad y de estatura, en casa de mis papás había un verdadero “lugar feliz” para mí, en el bar que tenía mi papá al lado de la sala, había un tocadiscos y una colección amplísima de LP’s, mi papá siempre un gran megalómano atesoraba discos de todo tipo de música y creo que esa fue una de las razones por las que mi infancia y adolescencia fueron tan felices.
En las tardes después de la escuela, yo bajaba con mi grabadora (aparato completamente desconocido para las nuevas generaciones), en el que podías hacer tus propios casetes con la música que tú quisieras, pero no los descargabas de un dispositivo, tenías que hacer tocar la canción en un tocadiscos o pedirla en la radio y con la mayor destreza oprimir el botón de PLAY y de REC al mismo tiempo y estar en absoluto silencio en lo que se grababa la canción, rezando porque nadie hablara, o la cinta no se enrollara en el aparato.
Pues justo a la hora que mis papás dormían la siesta y mis hermanos hacían tareas, quedaba aquella casa familiar en silencio, momento que yo aprovechaba para crear esos magníficos casetes con mi música favorita.
Sin miedo a exagerar les puedo asegurar que grabé todas las canciones de Armando Manzanero que escuché, sin duda mi compositor favorito, conforme fui creciendo y aprendiendo a sentir, cuando llegaron las primeras mariposas a mi estomago y también las primeras decepciones, estas canciones ayudaban a darle forma a esas sensaciones extrañas, a veces cuando mis prematuras pasiones me oprimían el corazón y el estómago, y amenazaban con abrir la llave de las primeras lágrimas por amor, escuchaba las canciones de Armando Manzanero y veía hacia el techo, fantaseaba con imágenes de gente corriendo bajo la lluvia y amores imposibles pero no por eso menos intensos.
A los 20 años me fui de mochilera con mis amigas al sur de México y cuando llegamos a Mérida entendí todo, pude comprender por qué Armando escribía así, y Guty Cárdenas y Ricardo Palmerin. Porque si naces en Mérida, creces con esos atardeceres, caminas por esas calles y piensas que en castellano y maya vives irremediablemente por y para la poesía y no tienes más remedio que volverte trovador.
Armando Manzanero Canché, hasta sus apellidos hablan de poesía, de tierra, de eternidad, tan etéreo como su nombre y tan enorme como la distancia que lo separaba del cielo y tan real como su arraigo al mundo.
La absoluta representación del romanticismo, de la pasión desenfrenada, de la infinita nostalgia del desamor.
Don Armando le puso letra a lo que parecía indescriptible, a la melancolía de lo que pudo y no pudo ser, a la magia inconmensurable de un beso, de una mirada, de un adiós.
El le dio nombre y música a todas y cada una de las sensaciones que se sienten en el corazón, que nos cierran la garganta, que obnubilan nuestra mente, esas sensaciones que nos vuelven mortales, frágiles, rompibles.
El lunes en la madrugada fuimos notificados sobre su muerte, como si fuera una macabea broma del Día de los Inocentes, alguien tan atemporal, tan vigente, tan de siempre, perdió la batalla contra este virus que creemos conocer pero que no deja de sorprendernos.
Una más de sus víctimas, tal vez la que más nos duela a los mexicanos, a ver si ahora si entendemos de una vez por todas que esto no es un juego.
Maldito virus, te llevaste a una de las personas que más queríamos ¿Pero sabes qué? Nos arrebataste su presencia física, pero su esencia se queda para siempre con nosotros, porque ya es parte de cada uno de los mexicanos y mientras haya alguien que busque una palabra para describir que adora incluso la calle en la que vio por primera vez al ser amado, Armando Manzanero revivirá en las letras que él mismo inventó.