Entre los antiguos nahuas había una festividad llamada Pachonalli en la que comprobaban la llegada de los dioses al mundo humano. En el gran templo ponían un tapete de maíz molido y en él los dioses dejaban la huella de sus pisadas. El pueblo estallaba en júbilo por la presencia divina. Las muchachas del templo se dedicarían todo el día a hacer deliciosas tortillas con esa masa para que el pueblo las comiera en comunión sagrada.
Esa fuerza religiosa sigue presente en la fe de muchos de nosotros a San Judas Tadeo, nuestro santo milagroso que nos regala las oportunidades de ver lo sagrado en los momentos difíciles de nuestra vida. La peregrinación a su Iglesia es un sacrificio colectivo que nos lleva de vuelta al tiempo sagrado de las antiguas fiestas.
“Cuando es el tiempo del ojuelo en los árboles, las muchachas muelen mucha masa de maíz, mucha más que de costumbre. Desde el amanecer hasta la tarde descargan su peso en los granos limpios y húmedos para juntar una gran cantidad de nixtamal”. El dios está por llegar.
“Así que las bateas rebasadas de la pasta blanca se entregan a los muchachos que las van subiendo hasta la casa del todo poderoso. Y en el gran cuenco de piedra tallada depositan las porciones de maíz molido hasta colmarlo. Los sacerdotes lo aplastan con las manos mojadas, los esparcen en toda la gran jícara, no dejan que haya huecos. Y luego mojan las cuchillas de obsidiana que utilizan en los sacrificios para alizar con ellas la superficie de la masa. No permiten que quede ningún pliegue, ningún exceso, ningún borde: es la masa lisa y perfecta tendida a los pies de la escultura y que dará fe de su llegada, cuando el dios que mora en el cielo baje al mundo de sus macehuales como una bendición, y en la masa los sacerdotes verán la pisada hundida, sutil, que el gran Huitzilopochtli dejará en su primer paso por entre los mortales.
“La marca del todopoderoso y señor de las criaturas provoca el surgimiento de la fe, que es confianza, que es el auxilio súbito e impredecible de lo divino frente a la calamidad. Es también el compromiso con el culto a lo divino, que forma parte de la vida entre todos los seres de la comunidad humana.
“El pueblo del sol se sostiene con la fuerza de esa fe que es única.
“Los dioses han llegado. Mi corazón se estremece: sus latidos se acompasan con el ritmo grave y fuerte del tambor que suena desde la casa del Dador de vida. Suspiro yo como suspiran todos y cada uno de nosotros los macehuales, las criaturas del señor del viento, del señor de la lluvia, de la madre tierra, la de la falda de serpientes. Del señor de las flores y la señora de la inmundicia, del señor de la muerte, el que devora la carne de los cuerpos sin vida, el descarnado cabeza de hueso. Y también la luna, la señora del conejo y la señora maguey con sus chichis cargadas de pulque.
“Suena el tambor y el viento de los caracoles y se escucha el suspiro del pecho de los macehuales: nuestros señores llegaron, se manifestaron y han dejado la pisada marcada en el nixtamal del templo. Lo molimos desde temprano: mis hermanitas y yo tomamos los molotes para quebrar el maíz remojado y limpio. Llenamos una y otra vez las jícaras grandes que fueron subiendo hasta la casa del señor del lejos y del cerca. Y ahí los sacerdotes hicieron la gran tlaxcalli, la tortilla cruda y lisa en la piedra. Y cuando estuvo tersa y mojada se sentaron a esperar la llegada de los padrecitos y las madrecitas de los macehuales.
“Con el temblor del teponaxtle mi corazón late feliz y cierro mis ojos para ver en mi pensamiento el baile de todos ellos: son livianos, flotan en el viento al tiempo que danzan y sus vestidos de plumas verdes de quetzal se agitan ondulantes por todo su tocado. Y las de colibrí, pequeñas y tejidas en la pechera, brillan como arcoíris. Y veo y casi palpo los brazos azules del señor de la lluvia mientras veo escurrir de sus ojos los borbotones del agua. Y así veo a la señora mariposa papalotear y al señor ocelote saltar por los peldaños del templo y al señor del pico de pato con su caracol colgante. Todos ellos acompañan a los hermanitos que cargan la gran batea de la masa sagrada que bajan por la escalera del templo. Sus pasos son firmes, lentos, sus pies se hacen compañía. Y aquí viene la masa de ellos que nosotros recibimos para volver a la casa de nuestra señora donde mis hermanas y yo vivimos.
“Unas han puesto leña entre las piedras y ya arde. El humo nubla mi vista y me hace llorar. Yo aguanto y adivino los brazos de mis hermanitas que cubren el fuego con el comal pintado de cal blanca. Con los ojos cerrados oigo el crepitar de las brasas y espero con las demás la orden de nuestra madrecita para comenzar a hacer las tortillas”.
San Juditas te agradezco que en casa no falten las tortillas.