A estas alturas, se necesita mucha ingenuidad para creer que la versión de la web 2.0 que estamos viviendo es la cumbre de la democracia. Así nos lo vendieron, y así lo seguirán haciendo, los gigantes de Silicon Valley. La nueva mitología que han creado, y que pretende hacernos pensar que decenas de libertades y derechos han sido reivindicados gracias a ellos, es poco más que una serie de ficciones en ganga pues supieron “comprar visón en primavera”. Quizá inspirados, sin entender su sutileza, en la primavera de Praga, para vendérnoslo en los inviernos posteriores, haciendo eco de la Primavera Silenciosa de Rachel Carson que nos avisaba del impacto ambiental, de tal suerte que el visón perdió también sus fervorosos valores.
Nadie puede negar los beneficios, pero es también difícil no notar que estos se encuentran maquillados para que sostengamos una especie de fe ciega en los organismos que hoy por hoy se nutren de nosotros como si fueran parásitos. Porque ¿quién puede desconfiar de los benefactores que nos permiten acceder a la justicia a través de los apedreamientos que tienen lugar en las plazas públicas virtuales? ¿Quién puede pensar mal de los buenos samaritanos que nos permiten mentarles la madre en directo a los personajes públicos que más detestamos? ¿Cómo pensar mal de quienes se esfuerzan en conocernos para ofrecernos contenidos y anuncios que parecen hechos a nuestra medida? ¿Existirá alguna liga vital entre el capital que corrompa la nueva utopía?
La fe ciega nos ha traído hasta este punto, donde los problemas no se pueden ocultar más. La forma en que opera el aparato económico detrás de la web 2.0 ha generado grandes problemas en el mundo offline, como el regreso de las ultraderechas en todas sus presentaciones y sin ningún pudor. La desinformación, los racistas y supremacistas han existido siempre. Sin embargo, hoy existe un sistema que se alimenta del rencor, el miedo y el enojo que presentan las más ásperas, profundas y secas filigranas existenciales de la lucha de clases y que infla sus discursos simplemente porque venden muy bien. Pero que son notablemente pragmáticos, oportunistas y nimios. El grito se repite: ¡Viva la superficialidad y muera el rigor vital!
Esta realidad ofrece pocas perspectivas positivas, pero no es inalterable. Y es que los grandes pensadores de la época, esos que no se regodean en el barro que nos arrojan los grandes gigantes tecnológicos y que, por lo tanto, no son hoy por hoy señalados por la masa como los genios que son, ya están pensando soluciones y utopías para salir del enorme bache en el que estamos metidos. Si los vamos a escuchar o no… ése es otro pasaje de una nueva historia en una nueva época, en un nuevo TiempoEspacio de un resignificado Immanuel Wallerstein.
Jaron Lanier, informático conocido por sus contribuciones a la realidad virtual, es uno de estos personajes que se encuentra desarrollando propuestas utópicas para abandonar las fauces hambrientas de los gigantes de Silicon Valley. Curiosamente lo que propone no es matarlas de hambre, sino, simplemente, reformular nuestra relación con ellas.
Junto con su colega Glen Weyl, Lanier ha propuesto el concepto de data dignity, según el cual toda persona “debería tener los derechos morales de cada bit de datos que exista porque la persona existe, ahora y para siempre”. Lanier ha puesto el dedo en una llaga de la que nadie quiere hablar: cada usuario de la web 2.0 produce datos que luego generan dinero que enriquece a alguien más. Encima de todo, esos datos son utilizados para manipular al usuario, ya sea para buscar que compre tal o cual cosa, que acuda a un proveedor, o que vote por equis personaje.
Para construir un futuro dignificado en nuestra relación con los datos, Lanier propone que todos los usuarios deberían recibir un pago por el uso que se haga de sus datos y, al mismo tiempo, pagar por servicios que hoy son gratuitos. Esta gratuidad fue el origen del problema, dado que la única forma de no cobrarles a los usuarios fue exponiéndoles a una publicidad que se construye con base en los perfiles que se realizan con los datos que tan ingenuamente entregamos.
La gente cree que sus propios datos generan cantidades ínfimas de dinero, lo cual, como señala Lanier, es completamente falso: “El mundo entero de Silicon Valley está alimentado por tus datos”. Lo justo sería que quienes producen esos pagos reciban una remuneración por ellos. ¿Los gigantes tecnológicos podrían oponerse? Para Lanier, las pérdidas que sufrirían no serían nada comparadas con los beneficios que obtendrían del gran crecimiento de la economía.
En el panorama que prevé el autor, usar los datos de una persona en su contra les costará dinero a las compañías, por lo que se abstendrán de hacerlo. Ello terminará apagando poco a poco la maquinaria de la manipulación. “Valor, sí. Manipulación, no. Ése es un futuro dignificado”, dice Lanier. Como es previsible, seguirán existiendo la desinformación, las fake news y los grupos supremacistas, racistas y de odio que buscarán desperdigar su discurso, pero ahora no habrá un incentivo económico para que las compañías permitan o incluso fomenten estos fenómenos.
Lanier no es un opositor de las redes sociales, por el contrario, piensa que las personas podrían hacer dinero de ellas. Pero no como simples influencers, bajo las reglas hoy existentes, sino bajo acuerdos justos, que beneficien a todos, que no apelen a la manipulación y donde las personas entiendan las implicaciones de su participación.
El panorama se ve lejano, pero quizás el desprestigio que corroe cada vez más a los gigantes de Silicon Valley pueda llevarnos hacia allá.
Manchamanteles
Dice Julia Kristeva que el viaje hacia el origen es más importante que el propio origen. Y es que, en el regreso hacia el yo, éste se transforma tanto que termina siendo uno distinto. Sin embargo, nada hay más peligroso que la inmutabilidad de quien cree haber encontrado ya la última palabra.
Narciso el Obsceno
En el camino blanco de la pureza que algunos creen tener se esconde el dilema de la bondad per se. Narciso disimula, pero sabe que “ser bueno solamente consigo mismo es ser bueno para nada”. La soberbia y Narciso bailan un vals perpetuo.