“La diferencia entre una democracia y
una dictadura consiste en que en la democracia
puedes votar antes de obedecer las órdenes”.
Charles Bukowski
Las redes sociales se han convertido en un arsenal político. El consenso al respecto es bastante amplio. Para bien o para mal, distintos actores políticos ven en ellas una herramienta fundamental para lograr victorias o arrasar en elecciones como hace cuatro años lo hiciera Donald Trump, como lo hiciera también Jair Bolsonaro y como lo harán, posiblemente, muchos otros en el futuro. Es una herramienta cuando actúa en favor de la democracia, pero es un arma de dos filos cuando ayuda a encumbrar a los movimientos retrógradas que promueven el odio y la discriminación. ¿Es ésta la naturaleza de las redes o se lo debemos todo a las manos onerosas que mecen la cuna de este sueño digital? ¿Es ésta realmente una de las puertas al cielo de la democracia? ¿Será que el imaginario del ser político sea la inestabilidad del dicho y el rejuego de la efigie? ¿La posibilidad de cambiar de manera rápida y mágica de posición se vuelve un atractivo más de las redes? ¿En un mismo día se puede ser de izquierda, de derecha o de centro? ¿La ausencia del compromiso y la congruencia se esconde en los símbolos de las redes?
Para Jaron Lanier (1960), escritor, informático y crítico de los gigantes de Silicon Valley, los datos que compartimos a través de las redes sociales o del simple uso de nuestros teléfonos inteligentes son el poder económico del futuro. Y como tal, son también el poder político. Los coloridos hilos de las tramas políticas que se han empezado a tejer desde hace algunos años han estado severamente influenciados no por el simple flujo de estos datos, sino por los múltiples intereses que controlan este grueso flujo para seguir amasando la fortuna de unos cuantos que casi no se ven.
Lo que quiero decir es que las decisiones políticas que han sido masivamente influenciadas por campañas implementadas en Twitter, Facebook o su filial WhatsApp no son exclusivamente responsabilidad de los grupos políticos que las han echado a andar. Estas campañas han prosperado gracias a que existe un sistema que las cobija, un sistema que está siendo alimentado por las progresistas y angelicales manos de la cúpula de Silicon Valley. Conspiracionistas, oposiciones, golpistas, supremacistas, grupos de odio, actores que manipulan a sectores manipulados como se quiera llamarles, siempre ha habido y, siendo realistas, posiblemente siempre va a haber es un sino de la política quizá desde que Aristóteles hablará de ella. Y siempre van a intentar poner en marcha cuantos mecanismos puedan para hacerse del poder. La diferencia es que hoy cuentan con un arsenal que los impulsa y les sirve de fortaleza: las redes sociales.
No hay que confundirnos. Ese arsenal no es “el poder de la gente”, no es un impulso democrático ni la cumbre de la participación política; ese arsenal está hecho de miedo, frustración, violencia, odio y de revanchismo. Porque hay un sistema económico alimentándose de nuestros clics en videos de gatos haciendo cosas tiernas, en la pornografía que vemos en modo incógnito, en compras en línea y en fotografías de la boda, el bautizo, los quinceaños, la comunión y el velatorio de nuestra vecina Pepita, con la que fuimos a la primaria. Con esos likes, se ha generado un perfil bastante adecuado de nosotros, quizás más preciso que el que podrían hacer nuestros padres, nuestras parejas y ex parejas, nuestros hijos y nuestros seres cercanos. Y sí, ese perfil incluye nuestros miedos y enojos más íntimos. Íntimos, hasta hace algunos clics.
Los algoritmos saben más de nosotros de lo que nos gusta aceptar. Solemos pensar estos mecanismos como misterios que poco tienen que ver con nuestra vida diaria, pero, como bien apunta Lanier, nos influyen más de lo que pensamos. Le hemos dado a estas herramientas pleno acceso a nuestras vidas, con el pretexto de que se tratan de la más grande expresión de la democracia, del activismo y de la participación ciudadana. Lo cierto es que poco sabemos del uso que se hace de lo que aportamos para obtener a cambio la posibilidad de trollear a unas cuantas decenas de desconocidos.
“Creamos una civilización entera basada en engañar a los otros”, dice Lanier. Y es que estos enojos y estos miedos son hoy los elementos con los que las campañas políticas se cuelan sutilmente entre nuestras pantallas y nos convierten en sus nuevos sujetos susceptibles de manipulación. Y no sólo en términos electorales, sino también ideológicos y en relación con el consumo.
La mayoría podrá pensarse demasiado fuerte para ser manipulado, pero hay que aceptarlo: hace mucho que perdimos el control sobre los mensajes que dejamos o no influir en nuestras decisiones. Parece que otro sueño democrático está siendo severamente cuestionado hasta por los anónimos y los invisibles.
Manchamanteles
Hay más en la poesía que meros significados. Acudimos a ella porque nos remite a etapas de nuestro desarrollo, del propio, del colectivo, en el que nuestro ser estaba apenas en construcción o dependía por completo del arropo de la madre. Para la semióloga Julia Kristeva, “si el lenguaje poético despliega musicalidad prelingüística es porque carga el testimonio de nuestro frágil narcisismo y de la relación de la madre con el hijo”. Quizás por eso acudimos a la poesía, porque nos permite regresar a un punto en el que todo estaba por escribirse y ni siquiera el yo estaba definido.
Narciso el Obsceno
Algunas veces los narcisistas hacen eco al narcisismo de sus padres. Lo cierto es que en todas las generaciones Narciso topa con un límite. La enfermedad como prolegómeno de la muerte y de lo finito; allí aparece el gran límite. José Alfredo Jiménez lo ha sabido conjugar con puntualidad: “Para morir iguales”.