Bueno, en realidad la pregunta es: ¿quién se ha llevado mi verdadero queso? El auténtico, el que sabe 100 por ciento a leche de vaca, cabra u oveja. ¿Ha sido la industria alimentaria y su producción en serie? ¿Nuestros pésimos hábitos de consumo? ¿O mi cartera?
Y es que esta semana se armó el “Quesogate”, debido a la suspensión de venta que la Secretaría de Economía y la Profeco anunciaron para algunos productos lácteos por incumplimiento de la Norma Oficial referente al queso y otros lácteos, no me quedó más que confirmar que en casa consumimos sólo simples imitaciones que además de que no nutren, afectan nuestra posibilidad de adquirir un buen gusto.
La lista de los quesos y yogures prohibidos por la autoridad federal da cuenta de 23 productos y marcas comerciales que todos identificamos, como Lala, Fud, Nochebuena y Philadelphia. En honor a la verdad, “que tire la primera piedra” aquel que no haya disfrutado, encima de sus molletes o dentro de un sandwich, de un trozo grasoso y pastoso de al menos uno de los quesos “tipo manchego” señalados por la Profeco como engañosos.
De acuerdo con la Profeco, la prohibición se debe a que dichos productos “engañan al consumidor”, ya sea por no aclarar el país de origen –que en el caso del Manchego es indispensable, toda vez que la Denominación de Origen le pertenece a España– o por declarar un contenido neto menor al envasado y, en los peores casos, incluir grasas vegetales en lugar de leche.
Si bien es cierto que no tenemos la cultura de “leer las etiquetas” de los productos procesados, tampoco creo que incluso la gente menos informada ignore que un producto lácteo comercial no puede ser 100 por ciento auténtico.
Los hábitos de consumo erróneos no siempre tienen que ver con la desinformación, también están relacionados con la capacidad adquisitiva. ¿Usted cree que yo no querría zamparme todos los viernes una tabla de quesos que incluyera por lo menos un comté, un gruyére o un pecorino con frutas y miel? Pues claro que sí, pero por desgracia mi cartera sólo alcanza para un “tipo manchego” hecho en México.
De acuerdo con Nicki Segnit, autora de La enciclopedia de los sabores, los auténticos quesos maduros “saben a nata, mantequilla, coco, caramelo, fruta tropical y frutos secos” y su grado de acidez o dulzor está muy relacionado con las distintas fases de maduración. Por supuesto uno no esperaría que el ahora desprestigiado queso tipo americano y amarillo de Philadelphia le sepa a un elegante Cheddar de Keen’s, madurado 18 meses y con un costo de 20 euros por kilo.
El punto es que, si bien estoy por completo de acuerdo en que los consumidores tenemos derecho a no ser engañados y a adquirir productos con una buena relación calidad-precio –por lo cual es bueno que la autoridad competente haga cumplir las normas–, también creo que perseguir a la industria alimentaria rascándole hasta lo que no para hallar el frijol en el arroz, es sólo una mascarada más con la que intentan hacernos creer que ahora sí velan por nuestra salud.
Sería mejor que incentivaran la producción y el comercio de quesos y lácteos artesanales otorgando créditos a los emprendedores del ramo, porque comprar un queso fresco y natural es un lujo que los consumidores comunes y corrientes no podemos darnos.
Mi queso, el auténtico, nunca se fue porque jamás lo he tenido. Si acaso, un día tuve la dicha de darle unos cuantos mordiscos en Querétaro, París, Montalcino y Nueva York. Por ahora sólo puedo contemplarlo tras las vitrinas de las tiendas gourmet.
Mientras me desayuno un pan tostado con queso untable Philadelphia, deseo de todo corazón que esto motive la creación de un “Instituto para Devolverle al Pueblo el Queso que le Robaron”. Jajaja.