Por: Óscar H. Morales Martínez
El 28 de septiembre de 2020 se cumplen 199 años de la firma del Acta de Independencia de México, mejor dicho, del “Imperio Mejicano” y, desde entonces, el nombre del país ha tenido muchos cambios y el oficial es Estados Unidos Mexicanos.
Antes de la Independencia ya se había considerado en 1813 el nombre América Mexicana, como lo propuso José María Morelos y Pavón en los Sentimientos de la Nación.
Derivado de las continuas luchas decimonónicas y los consecuentes cambios de sistemas políticos de cada época centralistas, federalistas e imperialistas, el país se ha rebautizado como Nación Mejicana, República Mexicana y Estados Unidos Mexicanos, éste último retomado de la Constitución de 1824 por los Constituyentes de 1917, siendo nuestra actual denominación oficial.
En el subconsciente colectivo nacional nos identificamos como México, porque el nombre en sí mismo refleja nuestra historia fundacional, con profundas raíces étnicas y culturales.
El 14 de septiembre de 2020, el diputado de Morena, Juan Martínez Flores, presentó una iniciativa al Congreso de la Unión para cambiar el nombre oficial del país por México, en vez de “Estados Unidos Mexicanos”, pero esta idea no es nueva.
El 15 de diciembre de 1993, desde la opinión pública se impulsó el debate sobre la nomenclatura del país y fue presentada por el diputado Florencio Salazar Adame, del grupo parlamentario del PRI, sin que prosperara.
El 22 de enero de 2003, Felipe Calderón, diputado del PAN, presentó la idea de reformar artículos constitucionales en el mismo sentido, señalando que “adoptar el nombre de México no supone asumir una designación de carácter centralista; al contrario, la palabra en sí misma está permeada por el concepto de federalismo, puesto que connota la diversidad plural de nuestro país”.
Todavía en 2007, el diputado federal Luis Fernando Rodríguez Ahumada pidió desde la tribuna de la Comisión Permanente, a nombre de la bancada del PAN, que la Comisión de Puntos Constitucionales de la Cámara de Diputados dictaminara dicha iniciativa, la cual fue congelada.
La misma suerte siguieron tanto la propuesta presentada por el entonces senador del PAN Guillermo Tamborrel, con el apoyo de otros 47 legisladores de su partido y del Verde Ecologista, en septiembre de 2010, como otra iniciativa de Felipe Calderón presentada en noviembre 2012, casi al término de su mandato como Presidente de México.
No sabemos cuál sea el devenir de la reciente iniciativa, pero considerando que proviene de Morena y que, según palabras del diputado Juan Martínez Flores “estamos en una cuarta transformación en donde necesitamos fortalecer valores culturales, morales y espirituales”, parece que en esta ocasión, motivado más por propaganda política que por otras consideraciones, será aprobada con la mayoría parlamentaria del grupo en el poder.
De ser así, perdería sentido e identidad que siguiera denominándose Estado de México a una de las 31 Entidades del país, porque en realidad existen 31 Estados de México. También habría confusión con la Ciudad de México, porque hay muchas Ciudades en México, además que la gente de otros Estados se refieren a la Ciudad de México solo como México.
Lo único que está claro es que México no está unido, ni tampoco sus Estados, como recientemente lo constató la salida de 10 entidades federativas de la Conferencia Nacional de Gobernadores (CONAGO), autodenominándose “Alianza Federalista”.
El discurso divisionista y polarizador de Andrés Manuel López Obrador está abriendo grietas al Pacto Federal y la unión de los mexicanos.
Si inicialmente el color rojo de la bandera mexicana significaba la “unión”, nos estamos quedando con un lábaro patrio verdiblanco. Tal vez el rojo solo se utilice para referirnos a las masacres de las que ominosamente se mofa AMLO.
Pero más allá de la conveniencia o discusión de cambiarle el nombre al país, lo triste es que en un momento crucial como el que vivimos se esté discutiendo este tema y no aquellos que son más profundos, ni resolviéndose los problemas que ameritan atención urgente y primordial.
Tal vez se piensa que con cambiarle el nombre a las cosas estas adoptan otra esencia o identidad, o bien, se resuelven los problemas, lo cual parece ser tendencia en este gobierno, pero como reza aquel dicho “aunque la mona se vista de seda, mona se queda”.
La crisis económica, cultural, política y la desintegración del tejido social seguirán profundizándose si no se reestructura todo el sistema desde su base, empezando por la educación.
En náhuatl la palabra México significa “en el ombligo de la luna”, haciendo referencia al lugar donde se encontraba la capital del imperio azteca, tan odiado por otras culturas indígenas que gustosamente se unieron para apoyar la Conquista de Hernán Cortés, quien acertadamente escribió al Emperador Carlos V : “Omne Regnum in se ipsum divisum desolabitur” (todo reino dividido en sí mismo será destruido).
Tal vez los actos de concentración de poder de Andrés Manuel López Obrador sean los que impulsen el cambio de nombre del país, y de ser así, no faltaran las ideas de cambiar el Himno Nacional y la Bandera Mexicana y ajustarlos a su ideología.
Pero quizá también sea el momento de que el sector social que no encuentra apoyo en el Gobierno de México y que está siendo sometido a los caprichos y designios cuasi dictatoriales del primer mandatario, haga una alianza para defenderse del Huey Tlatoani, el gobernante que habla, habla y habla.
Necesitamos un país unido para evitar que el cáncer social y político avance. Existen muchos puntos de unión y una identidad nacional que no podemos perder.
Llevamos 200 años desde que se consumó la Independencia buscando nuestro proyecto de Nación, los mismos años que le tomó a los mexicas para hacer su recorrido de Aztlán a Tenochtitlán.
Una vez que lo logremos podremos decir, con orgullo, que somos Estados Unidos Mexicanos o que somos México, sea cual sea el nombre oficial, sin necesidad de volverlo a cambiar.