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«SALA DE ESPERA» La vida causa la muerte

 

Etiquetar y prohibir son acciones comunes de la humanidad desde siempre. Hay quienes las creen necesarias, las promueven y las aplican. Las razones esgrimidas han sido y serán muchas: raza, sexo, religión, clase social, conocimientos, ideología, costumbres, alimentación, formas de vestir, presuntos vicios y conductas calificadas como indebidas, y todo lo que se pueda regular. En cualquier caso y época los encargados de reprimir son los que se consideran superiores en la escala social, quienes detentan el poder.

Hoy se buscan etiquetas y prohibiciones que aparentan ser por el bien de todos, y qué mejor que aprovechar la pandemia para lavarse las manos y culpar a los fabricantes de productos alimenticios procesados de la responsabilidad de ya casi 60 mil mexicanos muertos en cinco meses. Esos productos deberán llevar etiquetas de advertencia: si tienen exceso de azúcares, sodio, calorías, carbohidratos, conservadores alimentarios y otros monstruos para la alimentación, con un supuesto beneficio en la salud del consumidor.

Esa ley de etiquetados proviene del acusado de corrupto y hoy impresentable gobierno de Enrique Peña Nieto, pero sí que cayó como anillo al dedo al nuevo gobierno para impulsar lo que se conoce como la “Ley Gatell” (por el comediante de las tardes en la televisión) ya aprobada en Oaxaca, en un servil tributo al más rancio presidencialismo. Los diputados de Morena de otros estados se preparan para hacer lo mismo. En resumen, esa prohíbe la venta de alimentos considerados “chatarra” (golosinas, botanas y refrescos) a los menores de edad, porque, se argumenta, producen obesidad, hipertensión, diabetes y otros males peligrosos, que dicen son tierra fértil para el coronavirus de moda. Pero, los padres de los menores podrán comprarlos y dárselos a sus hijos. Otros que lo hagan serán considerados delincuentes.

A juicio del escribidor, las dos leyes, la federal y la oaxaqueña, son un una estupidez, proveniente de las buenas conciencias y de la corrección política; un clásico lavado de manos… y de conciencia.

La nueva ley oaxaqueña provocará lo que provoca toda prohibición: la circulación y venta ilegales de lo prohibido. Un mal día se descubrirá que hay cárteles de niños que trafican con golosinas surtidas por sus padres de familia o el tendero de la esquina que se niega a perder sus pocas ventas. Una muy “buena educación” para futuro de esos niños.

Igual, la ley de los etiquetados. Toda ley debe ser general como requisito de su legitimidad. Y si los productos “chatarra” llevarán etiquetas, los alimentos populares (tortas, tacos, tamales…), sustento de millones de mexicanos) deberían tener etiquetas sobre contenidos dañinos. ¿Cuántas calorías y carbohidratos contienen una “guajolota” y un vaso de atole afuera de una estación del Metro? ¿Y los dulces típicos? ¿Y el plomo de las ollas de barro?

La solución no es ni las etiquetas ni las prohibiciones; es la educación (el conocimiento) y principalmente empleos bien pagados para que los mexicanos puedan alimentarse mejor. Si no se entiende, entonces habrá que aprobar una absurda ley que obligue que a todos los recién nacidos en México se les tatué una etiqueta que informe: “Vivir es nocivo para la salud e irremediablemente es causa de muerte”.

 

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