La impunidad es la madre de todos los delitos. El mayor problema de México es la impunidad; ella protege la violencia, la inseguridad, el robo, el secuestro, los fraudes, las estafas, todos los delitos, la corrupción también (qué mejor ejemplo actual que el “juicio” del señor Emilio Lozoya, exdirector de Pemex).
No es un fenómeno nuevo, ni mexicano tampoco. Sin embargo, se nota más en el ámbito en el que vivimos. Acá en México, de acuerdo con las más recientes cifras conocidas y basadas en estadísticas oficiales entre el 96 y el 99 por ciento (según la fuente que se consulte) de los delitos denunciados quedan impunes. Pero, además hay otra cifra: se calcula que de cien delitos sólo cinco con denunciados judicialmente.
Los mexicanos saben, por experiencia propia y por la de los demás, que denunciar la comisión de un delito del tamaño que sea, un simple robo de un teléfono celular en la calle o un homicidio o una tortura o un fraude o una extorsión o un secuestro o una violación, es una pérdida de tiempo.
Nada pasará. Bueno, sí pasará: múltiples inconvenientes, por llamarlos de una forma, para quien denuncia… como si él fuera el delincuente.
Por eso el fenómeno de hacer justicia por propia mano.
No, no es ahora. El problema ya existía, es cierto, antes de la transformación de cuarta. Y sigue existiendo.
Mire usted, hace más de un siglo, la Constitución de 1917 ya establecía y sigue estableciendo en los dos primeros párrafos de su Artículo 17 que “ninguna persona podrá hacerse justicia por sí misma, ni ejercer violencia para reclamar su derecho.
“Toda persona tiene derecho a que se le administre justicia por tribunales que estarán expeditos para impartirla en los plazos y términos que fijen las leyes, emitiendo sus resoluciones de manera pronta, completa e imparcial. Su servicio será gratuito, quedando, en consecuencia, prohibidas las costas judiciales”.
Y si usted no puede contener la carcajada, no se preocupe; tiene absoluta razón en llorar de risa y también de rabia y tristeza por la aplicación de la justicia en su país.
La justicia por mano propia está presente hoy de nuevo y es muy popular (tendencia, se dice ahora), gracias a las redes sociales: pasajeros de una Combi de transporte público en Texcoco, Estado de México, consiguieron evitar un asalto y golpearon sin piedad al asaltante (nada de presunto, sino real asaltante).
Y entonces… un delito se convirtió en dos. El de asalto con violencia y el de la respuesta: la agresión violenta en contra del delincuente. Sí, sí, tiene usted razón; en cualquier de los casos, en el México de hoy (en el de antes también) no habría habido solución si las víctimas hubiesen detenido al ladrón y lo hubieran entregado a las autoridades competentes (es un decir). Es más, es probable que de haberlo hecho podrían haber sido acusados de privación ilegal de la libertad o de secuestro.
Imagine usted a los pasajeros de esa Combi yendo al Ministerio Público a denunciar a su asaltante; imagine también a un asaltante denunciando a unos pasajeros que lo agredieron cuando cometía un asalto. En cualquiera de los casos, no habría habido ninguna solución. ¿Lo duda? Busque las estadísticas.
Entonces, es sencillo: asaltante y asaltados saben perfectamente que la ley nunca se aplicará. Si el asalto resulta, pues fue uno entre miles, y si no tiene éxito y el asaltante resulta herido o muerto, pues se lo buscó. Y, como dicen en el barrio, ahí muere.
Y, en cualquiera de los dos casos, es el fracaso absoluto del Estado, que tuvo su origen en la necesidad y en la obligación irrenunciable de dar seguridad a sus ciudadanos, en su vida personal y social, en sus bienes. Y en ese fracaso México ocurre todos los días, siempre.
El fracaso del Estado mexicano, su ausencia, provoca el surgimiento de vengadores, justicieros y también de grupos de autodefensas, todos también violadores de la ley, aunque claro las autoridades de hoy dirán que la culpa la tienen los ciudadanos por su irresponsabilidad de utilizar el transporte público, usar un celular o traer algún billete de 50 o 100 pesos en la cartera o algunas monedas.
Se llama ausencia del Estado de derecho.