En la creencia del escribidor, los apodos surgen como la necesidad social de identificar, diferenciar a los individuos para que el grupo al que pertenecen pueda distinguirlos, saber de y con quién se habla.
Erik, hay muchos. Pero Erik El Rojo, sólo hay uno en la historia de los vikingos y en la universal. El escribidor ha leído que el tal Erik se apellidaba Thorvaldsson, pero salvo los historiadores eruditos en la materia lo reconocerían por su apellido. Es y seguirá siendo El Rojo.
Es muy probable que los apodos, los sobrenombres, los alias sean anteriores a los apellidos, y que éstos hayan surgido cuando a la humanidad no le fueron suficientes las características físicas y sicológicas para la identificación de las personas. Los apellidos buscaron y buscan además prestigio social, tanto que provocaron una disciplina más o menos formal sobre ellos a la que con solemnidad se le llama heráldica.
La heráldica dio sustento a una forma de aristocracia, de prosapia, de abolengo, pero la plebe mantuvo a los apodos como signos –para bien, para mal o para más o menos- de distinción social, familiar, basada en el cariño, la alegría, el relajo, pero también en el escarnio, la revancha, el insulto.
Una de las peores cosas del mundo es toparse con alguien del pasado del que no se recuerda su nombre, sino que era El Chicarcas, y hoy se le ve con traje y corbata de marca. O al revés, cuando ese alguien dice: “qué no te acuerdas de mí, ¿no, verdad?, soy El Chicarcas” y entonces dices: “Ah, sí, y ¿qué ha sido de ti?”, aunque en realidad pienses: “sí, eres El Chicarcas, pero cómo carajos te llamas”.
Hasta hace algunos años, la mayoría de los apodos se llevaban con cierto orgullo, incluso los denigrantes (aquel célebre de El Trampas, su poseedor lo asumía) y había sentido del humor para aceptar a los que tenían la intención de insultar. Los apodos eran, son, un reconocimiento tribal.
Pasar la infancia en la escuela o en la familia sin ningún apodo era la intrascendencia total. Vamos, por los menos deberías ser, en masculino o femenino, El Güero o El Negro o El Prieto por el color de tu piel; El Pelón o El Greñas, o en versiones mejores El Pelofino, El Pelostiesos o El Púas; El Chaparro o La Jirafa o La Zancuda; El Gordo o La Gorda, o El Flaco o La Popotitos, El 80 Huesos o El Panzón o El Mantecón; El Feo, El Indio; El Ciego, El Cuatrojos, El Ojón; El Trompas, El Orejón; El Berrinches, El Chaquiras, El Balán y El Patán, El Chómpiras; La Rata o El Ratón con cariño o El Cuquis, ya con amor; y así hasta el infinito, según dice el gran Buzz Lighyear (el escribidor también ve películas de caricaturas).
Hay apodos que son parte de la herencia familiar: los hijos o hermanos de El Pato serán los Patitos; y los del Perro serán los Perritos. El escribidor no escribe de oídas. Tuvo y tiene apodos. Es El Potro, porque es hijo de El Caballo.
Pero resulta que hoy los apodos son políticamente incorrectos, insultantes, despreciativos, violatorios a los derechos humanos; provocadores de traumas, causantes de terapias psicológicas costosísimas y parte de las disputas políticas nacionales.
La carrilla se convirtió en enfermedad social. Se ha acuñado en estos tiempos el concepto “la generación de cristal”, que entre otras tonterías se dedica a combatir la mordacidad. Intentan erradicar los apodos, aunque al mismo tiempo presuman ser un Rodríguez (ponga usted aquí el apellido que quiera) original de la Rodriguera, de la más alta estirpe…
Con los apodos, a algunos les va bien, a otros no tanto, pero nadie los puede evitar.
Una conseja popular dice que entre más se reniegue del apodo, éste prevalecerá y extenderá. El escarnio es parte de la diferenciación social, del humor también. Ni modo. Además, es una forma de venganza social y política. Las reacciones populares no tienen una única explicación, para desgracia de los sociólogos y otros científicos sociales. Como dicen en las redes sociales: el que entendió, entendió.