Por MARISA IGLESIAS
Cosas raras del encierro. Soy rockera, rumbera, popera, tanguera, valsera, flamenquera y de ópera y clásica. La bohemia no se me da igual pero ayer, en el día nosequetantos del confinamiento, por alguna extraña razón, necesité -así tal cual, necesité- escuchar un par de boleros. Y nada menos que en versión de Pedro Infante. ¿Whatthefuck?
“No me preguntes más. Déjame imaginar que no existe el pasado y que nacimos el mismo instante en que nos conocimos”. Un himno a los celos. Sublimado, reprimido, mustio, glorioso. ¡Y Pedro! Con ese bigotito y esa voz. Siempre me gustó. En los 80, cuando iniciaba mi carrera, me tuve que chutar no sé cuantas películas para hacer en Contrapunto, un programa que conducía Jacobo Zabludovsky y producía el querido Abraham, una serie sobre el guapo. Compraba pepitas en cucurucho y me sentaba a ver el maratón en formato de 1 pulgada. Y cantaba y me reía y lloraba. Imposible sustraerse a su carisma. Iba y venía de las oficinas de Chapultepec 18 a las de Contrapunto, en Arcos de Belén, cargada con montañas de videocassets, hasta que una tarde un borrachín que salía del Metro Balderas me dio una nalgada. Tiré los cassets y también lo tiré a él, furibunda. Días después terminé de ver las pelis y me puse a escribir y a entrevistar. La serie quedó padre y conocí a personajes memorables, como Ismael Rodríguez, quien me reveló que Pedro no sabía montar a caballo y cuando se caía, se levantaba, se sacudía el polvo y decía “¿Qué? Así nos bajamos en Guamuchil” .
¿Qué nos han provocado tantos días de reclusión? En mi caso, recuerdos como estos. Maravillosos. Descanso. Romper los esquemas. Me duermo a la hora que me da sueño, me despierto cuando abro el ojo, no me maquillo. Desayuno tarde y lo que se me pegue la gana, sin culpas. Si me da hambre como y si no, no. Y de cenar ni hablemos. Hago lo que nunca puedo hacer: pagos, zooms con amigos del alma, leer literatura y no columnas, ver series, ejercitarme con ligas, algo de yoga, coquetear a la distancia. En fin, que la vida no era solo trabajar.
También mirar hacia adentro. Meditar. Algo que realmente me ha dado una perspectiva nueva. Mis relaciones importantes se han estrechado. Sea por ausencia o por presencia excesiva. Mensajes interminables por Whatsapp, llamadas, videollamadas, Skype, Facetime, Zoom. Llegan a cualquier hora y algunas obligan a decir “Pérame tantito” y, mínimo, enchinarse las pestañas. Otras son feas. Enfermedades y muertes en tiempos de pandemia.
En 2003, cubriendo la campaña independiente de Jorge Castañeda, cuando esa figura no existía legalmente, me tocó viajar en un vuelo privado a Acapulco con el empresario yucateco Fernando Barbachano. Jorge se echó una buena siesta y Fernando y yo vimos los volcanes al amanecer desde el aire. Me contó detalles de la muerte de Pedro. No sé si eran verdaderos o fabulaciones. En todo caso, el hombre era un gran narrador. Pedro habría cambiado de avión para encontrarse con una mujer, que no era la suya, en secreto. Era un avión que transportaba comida y la ruta de su muerte quedó manchada por millones de hilitos de azafrán. Y en esas estábamos cuando aterrizamos.
Entonces, regreso a los boleros. ¿Qué me hizo necesitar a Pedro Infante? No lo sé. Hace mucho, mucho que no estaba en mi órbita. Vaya, ni Las Mañanitas. Supongo que la nostalgia, y vaya que no soy nostálgica. Pero la cuarentena provoca cosas raras. Muy raras. “Te vi sin que vieras. Te hablé sin que me oyeras. Y toda mi amargura se ahogó dentro de mí”. ¡Carajo! En estos días, Pedro y Frank Sinatra.