«EL RELATO» Chongo - Mujer es Más -

«EL RELATO» Chongo

Ilustración. Chepe

 

La señora Vanegas se sentó con fastidio frente al espejo. No quería que Naty la atendiera, pero qué le iba a hacer. Es que no entendía nada. El corte que le hizo la última vez le quedó espantoso. La tuvo que regañar por torpe. 

Se acomodó en el sillón, tensa, aferrada a su bastón.

—Si quiere páseme sus cosas, aquí las colgamos en el perchero para que esté a gusto—sugirió Naty quien ya presentía una tormenta. Esa clienta, siempre de tan mal humor.

—No, niñita, así estoy bien—contestó con sequedad. 

—Bueno, ¿cómo quiere que la peine?—preguntó Naty, mientras le colocaba la bata con cuidado. 

—¿Cómo? ¿Qué no es tu trabajo decirme qué tipo de peinado debo llevar?—cuestionó con amargura, con ganas de humillarla. Estaba harta de la gente sin iniciativa, que no era capaz de pensar. Así era su marido. Dizque quería complacerla, pero no era más que cobardía, no querer tomar decisiones. Ella era la que acababa ordenando todo.

Naty, tragó saliva y respiró profundo. Observó el reflejo de la clienta en el espejo. Acudía al salón desde hacía diez años. Cuando la conoció, era una mujer madura y atractiva, de melena rojiza encendiendo los ojos de almendra. Siempre fue de carácter fuerte, muy formal y amable. 

Ahora no. Se encorvó y parecía que tenía cuatro cejas en vez de dos, por las marcadas arrugas que le dejó tanto fruncir el ceño. Era difícil trabajar con ella. Amén del mal humor, había perdido casi la mitad del cabello, dejando el cráneo a la vista en varias zonas y por más que las estilistas sugerían tonos más audaces, ella elegía cafés cenizos que oscurecían más el rostro.

Naty respondió con paciencia, intentando disipar el ambiente amargo que las envolvía:

—Qué le parece si mejor le doy forma a su corte, puedo delinear el copete para que se vea más moderna y le aplico un tinte en tonos plata y violeta, ¿eh? Súper sexy—sonrió la estilista, ya emocionada al imaginar el cambio. Estuvo a punto de seguir con sus sugerencias cuando observó la mirada fría a través del espejo—Bueno—se aclaró la garganta— puedo hacerle un medio chongo alto para que el rostro quede descubierto y le dé frescura. Con estos calores, es lo mejor.

—No, no, nada de medios chongos. Chongo completo y que no sea tan alto, más bien bajo, ni que fuera una colegiala—regañó la señora. La gente era tonta. Por eso había que corregir todo. A su marido, siempre. Nunca supo cómo doblar los calcetines, nunca entendió que no debía dejar los cajones abiertos; en fin, para ella no había descanso.

Naty no insistió. Se puso un poco de crema para desenredar en las manos y a punto de aplicar el producto sobre el cabello, oyó con terror el grito de la sesentona.

—¡Ni se te ocurra! ¿Qué me vas a poner? Seguro es una porquería para que se me caiga más el cabello, ¿verdad?

Chelo, la dueña del salón, se acercó, aprisa. 

—¿Qué ocurre?

—Tu muchacha me va a dejar calva—aseguró con los ojos desorbitados.

Naty tenía las mejillas encendidas de coraje. 

—¿Cómo crees, Pamelita? Mis chicas te estiman muchísimo, pero si no quieres que te pongan crema, pues no y listo, sólo tienes que pedirlo. A ver, ¿qué café vas a querer hoy? ¿Te preparo tu capuchino favorito?—invitó Chelo y logró arrancarle una sonrisa a Pamela— voy por él. 

Naty se limpió la crema de las manos y sacó el peine. Con sumo cuidado tomó un mechón de cabello y comenzó a desenredar con suavidad; en los nudos aplicó más fuerza para deshacerlos con rapidez.

—¡Ay, cuidado! Me estás jaloneando—se quejó de nuevo Pamela.

Naty quiso matarla, pero se contuvo. La ignoró y continuó con la tarea. La tensión bajó cuando Chelo le acercó el café. 

Pamela lo sorbió y se relajó. Dejó caer el bastón que nadie recogió por temor a un nuevo grito. Se miró al espejo mientras Naty, con el cepillo, ordenaba el cabello hacia atrás. Desvió la mirada cuando observó sus arrugas. No solo eran las del entrecejo, también las que rodeaban los ojos, la boca. Era un horror. ¿Qué le sucedió? Se preguntó en silencio, con tristeza. Sabía la respuesta. 

Sintió que le clavaban algo en el cerebro.

—¡A ver si pones atención!—gritó furiosa, a la defensiva—me estás taladrando la cabeza—y aventó la mano de Naty con la caja de pasadores que volaron por todo el salón.

La estilista otra vez no dijo nada. Se tragó el coraje y recogió el desorden bajo las miradas curiosas del resto de las clientas. 

—Eres bastante torpe—la regañó Pamela cuando reanudó el trabajo—pobres de tus hijas si así las peinas para la escuela—soltó con ironía. Ella, por fortuna, tuvo solo uno y varón, así que no requería de muchos peinados. Lo embarraba de gomina y listo. El niño se quejaba porque el cabello parecía de cartón, pero Pamela, con una mirada fulminante, acalló cualquier queja. Qué desagradecido. Después de todo lo que hizo por él, ahora el treintañero, antes de irse de la casa, le echó en cara su “amargura”. Disciplina, eso era, pero no, los débiles de carácter no hacen la diferencia y no reconocen que, si no fuera por eso, serían unos vagos. Roberto tampoco lo entendió. Hizo complot con el hijo y seguro planearon el abandono con una semana de diferencia. 

—¿Qué? ¿No me vas a poner fijador?—preguntó con dureza cuando vio que el chongo estaba casi listo. Casi ni se reconoció. Naty le hizo un chongo no muy apretado que le daba una apariencia “casual”, alegre y dejó caer unos mechones a modo de fleco, que suavizaron, como un milagro, la expresión del rostro. Se quedó muda, se sintió extraña. 

—Claro que sí, señora—respondió, Naty, con frialdad.

—¿Qué? ¿Estás enojada?—preguntó Pamela haciéndose la inocente. Se avergonzó por el maltrato. La estilista había hecho un buen trabajo y no supo cómo agradecerle sin perder la distancia.

—No, señora. Estoy bien—respondió apenas, con cara de muerto, mientras aplicaba el spray. Pamela sintió el reproche taimado bajo la respuesta educada. Así también era Roberto. Claro, la mala era ella. Su mamá siempre le echó la culpa por todo. Pero ella sí que asumía la responsabilidad, fuera o no su error. Recibió las palizas, las críticas. Gracias a eso aprendió a ser una persona de una sola pieza. Tenía que ser coherente. Así que, si Naty la veía como un monstruo, pues un monstruo sería.

—Ya quedó—anunció Naty y se quedó como una estatua a la espera de la evaluación.

Pamela giró el asiento para un lado, para el otro, examinando el resultado. El cabello cubría todo el cráneo. Se vio joven de nuevo, aunque sin el brillo en los ojos que la acompañó en el escape para hacer una vida con Roberto. Brillo que luego él se robó. Lo vio en sus pupilas cuando arregló sus maletas y le dijo adiós en un tono afligido que sonó falso. A ella le quedaron dos pozos oscuros, acuosos, que de pronto empezaron a derramar lágrimas. ¿Para qué tanto rigor? ¿Qué no lo había entendido?, le preguntó su reflejo con fleco juvenil. 

—¿Te gusta, Pame?—se acercó Chelo quien liberó de la tensión a Naty.

¿A quién le iba a gustar haber acabado con su matrimonio, con el cariño de su hijo? ¿Quién podría sentirse bien? Era su castigo. Noches de insomnio entre llantos y sorpresa de ver mechones de cabello en su mano temblorosa. 

—No, Pame, no te jales así el fleco porque lo vas a deshacer—dijo Chelo, asustada porque la clienta estaba como en trance.

Pame se turbó. No se dio cuenta de que todavía estaba en el salón. Miró a las chicas, atemorizadas a su alrededor, queriendo sonreír a fuerza, queriendo complacerla, aunque la detestaran. Sin dejar de verlas, con lentitud, quitó uno de los pasadores que sostenían el chongo.

—No, espera…—intentó disuadirla Chelo.

Pamela dibujó una media sonrisa a la estilista, pero lejos de detenerse, con las dos manos empezó a deshacer todo el peinado, primero lento y luego más aprisa, jalando con fuerza las mechas que se quedaban en su mano. Luego se restregó la cara, como si quisiera despertarse y empezó a arañarse con las uñas postizas que Vanesa le puso la semana anterior. 

Las estilistas se quedaron petrificadas. No lograron reaccionar. Fueron segundos en los que la mujer se transformó en una maraña de cabellos, arrugas ensangrentadas, rímel corrido, comisuras de los labios hacia abajo dejando escurrir un poco de baba.

Chelo giró el asiento para que Pamela quedara frente a ella y sacudió la silla para hacerla reaccionar.

—¡Ya basta!, ya te hiciste mucho daño—y abrazó a la señora que no opuso resistencia. Chelo, sentimental como era, no pudo contener el llanto. Pobre señora, por qué se trataba así. Pamela, agotada, miró hacia el suelo, los ojos ardiendo, la cabeza adolorida.

Las dos clientas que se encontraban en el salón pidieron sus cuentas y se fueron lo más rápido posible, con el tinte a medias o el barniz sin secar. No sabían lo que esa mujer sería capaz de hacer y no querían estar ahí para averiguarlo.

Vanesa bajó la cortina, al fin ya eran las ocho de la noche. Chelo sacó unos kleenex de la bolsa de su bata, se hincó y limpió la cara de la clienta en shock. Naty tomó un cepillo de cerdas suaves y con cuidado, como lo hacía con su hija menor, lo pasó entre el cabello delgado y quebradizo hasta que Pamela cedió y se recargó en el hombro de Chelo, liberando las últimas gotas que quedaron atrapadas en sus ojos. Luego, cepillada tras cepillada, murmuró tímidos agradecimientos a Naty y se quedó dormida.

 

 

Related posts

De Juan José de Eguiara y Eguren a Robert Darnton

Restituyen a México 220 piezas arqueológicas

En el mundo hay más de 800 millones de personas que viven con diabetes