El sistema de consumo que hoy nos aprisiona está basado en la miseria. No solamente en aquella que se manifiesta en forma de deudas y facturas vencidas, acrecentada siempre por una necesidad ilógica de derrochar más de lo que se consume. La miseria de la que se alimenta este monstruo es la miseria de nuestra condición humana, la que se nutre de nuestros vacíos y laberintos inherentes a nuestro ser aún no resueltos, de los traumas que barremos debajo de la alfombra por no saberlos eliminar del suelo y mucho menos de los sótanos del pasado colectivo e individual.
No es una casualidad que el mismo sistema que hace sentir a la gente insatisfecha con su cuerpo sea el que le ofrezca opciones para transformarlo por completo (bajo un módico precio millonario). Es el negocio perfecto, la máxima de los capitalistas: no busco cuáles son tus necesidades, sino que te las genero, y mientras más profundas, más íntimas y privadas sean éstas, más seguro será que te tenga comiendo de mi mano de por vida.
El monstruo del consumismo nos necesita llenos de odio, pero no de un odio hacia él, que haga peligrar su hegemonía, sino de un odio que nos carcoma internamente y que sólo pueda paliarse con cremas contra las arrugas, con liposucciones, con la ropa más cara y los mejores autos. Aquello lo logra imponiendo ideales cada vez más inalcanzables, estereotipos de belleza. -que por cierto no hacen a la erótica ni al placer- de éxito, de felicidad, que sólo unos cuantos pueden alcanzar medianamente, pero que todos debemos añorar con locura.
Hace siglos que lo dijeron los budistas: la condición humana se caracteriza por la continua insatisfacción y para resolverla hay que luchar contra el deseo. Quizás sin saberlo, le entregaron al sistema de consumo la primera piedra sobre la cual levantar su imperio transnacional. Mientras los budistas encontraban la raíz de nuestra continua infelicidad y una posible solución frente a ella, los titiriteros del sistema vieron en la misma oración la fórmula mágica para crear mercados cautivos. Para ellos la insatisfacción no era un problema, era la materia prima que haría funcionar las fábricas. Controlar el deseo o aminorarlo tampoco era el objetivo; por el contrario, éste debía exponenciarse tanto como fuera posible. ¿Prohibido desear genuinamente? ¿Desear lo prohibido? ¿Mutilar el deseo? ¿Moldear el deseo?
Para la buena suerte del monstruo del consumismo, la mente humana funcionaba exactamente como necesitaba que lo hiciera. Está inscrito en nuestros códigos, en la programación que marca la pauta de nuestras acciones: los seres humanos no sabemos conformarnos con un estímulo medianamente intenso; siempre queremos más, queremos otro y otro, y queremos que siempre sean más intensos. Funciona así con todo: con las sustancias estimulantes, con la ropa, con las personas, con nuestras relaciones. Y sin una educación emocional, sin psicoanálisis, sin una pizca de autocontrol, esa necesidad siempre creciente de estímulos cada vez más fuertes nos pone a merced de un sistema que jamás buscará ayudarnos a resolver de verdad nuestros vacíos, sino que buscará hacerlos más hondos para aprovecharse de ellos.
Lo dijo ya Serge Latouche: “La gente feliz no necesita consumir”. El filósofo francés asegura que vivimos “fagotizados” por una economía que nos impulsa a acumular objetos, experiencias y conexiones de las que nunca tendremos suficiente, de las que siempre querremos más y que nos harán inevitablemente sentir frustrados por nunca poder aprisionar del todo. Desear lo que no tenemos, y que ni siquiera necesitamos, es la base de la economía de la que habla Latouche.
Esta compulsión no sólo tiene consecuencias en lo individual; sus efectos se dejan ver también a escala global. Así como un solo ser humano nunca tiene suficiente de una tienda departamental, el sistema de consumo nunca tiene suficiente de la Tierra. La comparación dice mucho por sí misma, ¿qué significa ver al planeta como un local de abastecimiento en lugar de como a un planeta que es hogar de miles de especies animales y de millones de personas? Lo que es peor, para el sistema no es ni siquiera un supermercado. En el supermercado tienes que pagar un precio por lo que consumes, tienes que retribuir con trabajo por los objetos que te llevas; para el sistema, la Tierra es un depósito de recursos infinitos al que se puede saquear cada que se desee.
Latouche ofrece una solución en forma de enigma, una solución a la que ya han acudido lo mismo Séneca que los budistas: para conseguir la felicidad es necesario limitar nuestros deseos. Nada más difícil en medio de la vorágine de consumo en la que estamos inmersos. Nada más contestatario y antisistema. Recientemente Slavoj Žižek nos decía: “se consume cerveza sin alcohol, carne sin grasa, café sin cafeína, y, eventualmente, sexo virtual… sin sexo”. Es decir, se nulifica una vez más el deseo latente por el que somete.
Lo cierto es que el monstruo del consumismo seguirá su inercia tanto como se lo permitan los recursos o sus adeptos. A veces parece incluso más fácil que se agoten los recursos a que las sociedades dejen de responder a los estímulos de esta bestia. Latouche aboga por el decrecimiento, por entender que, como especie, nuestras aspiraciones deben tener un límite y que (tomando en cuenta el nivel de degradación del planeta al que hemos llegado) ya lo hemos rebasado.
El “be yourself”, que se promueve en los medios, el signo de la narrativa actual, establece que la libertad existe a partir de un deber: el deber de instituir en cada uno la verdad de su consumo. Una vez más, la dialéctica entre la ética del deseo y la del deber ser. Latouche no deja de ser un idealista y, aunque al leerlo le demos la razón, lo cierto es que tomar sus palabras como premisa de nuestros actos es una tarea titánica.
Manchamanteles
A propósito de la entrega de los Premios Oscar, Joan Pla Vivoles entrevistó a Margarita Rivière para hablar de moda y los libros “Lo cursi y el poder de la moda” (1992) y “Crónicas virtuales” (1998). Es concluyente y actual lo que responde la escritora: “en la moda no se producen cambios significativos sino, en todo caso, ‘banalidades espectaculares’ hechas para llamar la atención y ocupar espacios en los medios. Tal es la función, por ejemplo, de las pasarelas de París o de los Oscar de Hollywood. Otra cosa que hay que tener en cuenta es que la insistencia en esa espectacularidad comercial puede acabar teniendo, a plazo medio, pero no inmediatamente, incidencia en el gusto estético de la época. En este aspecto me remito a lo que escribí en ‘Lo cursi y el poder de la moda’ y que señalaba que estamos en la época del exceso, y todo exceso acaba sentenciando a cualquier moda: cuando todo el mundo sigue una moda ésta ya está muriendo”.
Narciso el Obsceno
Ekaterina envejeció lejos del frío en el que le tocó nacer, digamos que se tropicalizó. Su narcisismo nunca le permitió ver, u oír, ni su tiempo, ni su espacio; porque no lo tenía ni lo quería, como muchas otras migrantes enloqueció de forma triste y envenenada. De joven, Ekaterina tuvo una miscelánea a la que llamo con gran suntuosidad y glamour, La cortina de humo. Ese sitio fue la metáfora de su existencia, la manipulación del otro y de los otros. Su publicidad era efectiva: “aquí eso no paso”, “allá está el culpable”, “esto no sucedió”, era lejana y ajena de la realidad, Un día, en 1966, su marido fue increpado por su molesta comunidad: ― ¿que vende tú mujer que a unos enoja y otros encanta? ― El viejo los miró y con una sonrisa triste dijo: “vende manipulación, pero ustedes la compran”. “Eres cruel”, comentó su mejor amigo, “a mi hija que bailaba reggae la hizo todo con su palabra: princesa, prostituta, religiosa y culpable, y así se perdió mi amada Corita la de Puerto de Uva”. El viejo enjugo una lagrima y dijo: “Todos pueden comprar en La Cortina de Humo, pero no todos saben qué hacer con lo que se vende, es como el huevo de la serpiente”.