Nada más emocionante que el Año Nuevo. Apenas dieron las doce campanadas me atraganté de uvas y, concentrada, repetí uno a uno los deseos que escribí horas antes. Una nube de culpa amargó el sabor de la sexta uva, cuando recordé que le había gritado a uno de mis hijos, Julián, por interrumpirme justo cuando estaba en conexión con las estrellas. Pobrecillo, tan parecido a su padre. Se puso pálido y me imploró perdón casi de rodillas. No tuve mucho tiempo de seguir reprendiéndolo porque me faltaba escribir otros seis deseos, así que solo le lancé una mirada de desprecio para que entendiera que esos lloriqueos eran de cobardes.
Pero había que recibir el año. Fuera resentimientos. Lo abracé y sentí como volvió a la vida después de haber estado agazapado a un lado del árbol de navidad, queriendo pasar desapercibido, no fuera a ser que me acordara del regaño inconcluso. Sus lágrimas me conmovieron, lo perdoné y me sonrió como un condenado.
Es el mayor de mis hijos, mi orgullo, mi apoyo. Tan noble. Sin él no hubiera podido soportar el divorcio. Siendo apenas un niño, lloré en su regazo y no le guardé secretos. Le conté historias sobre maltratos de su padre. No lamento que fueran mentira. Lo hice por su bien, para que su inocente cabecita entendiera que el desamor tiene consecuencias, que no es de hombres dejar de querer a una mujer. En realidad, mi ex nunca lo reconoció, decía que estaba loca, ¡qué fácil!, pero yo lo sabía. Y todavía se hizo el sorprendido cuando encontré un nuevo amor. No sé por qué Lupita me recrimina por ello. Mi tonta hermana siempre defendiendo a los hombres. “Cometiste adulterio”, me dice con su voz chillona. Tonterías. Mi ex tiene que pagar y Julián lo sabe, se lo he hecho entender, se lo he repetido mil veces, “a tu madre no la dejas nunca y la defiendes siempre. Ahora eres el hombre de la casa”, no importa que tenga que pasar encima de su padre si es el enemigo. Mira que solo darme la mitad de lo que teníamos. Merecemos todo porque fue él quien me dejó de querer. Yo solo encontré el sustituto.
Hugo. Lo abracé con pasión, con tanta que de pronto me alejó porque me dijo que lo estaba lastimando. Me ofendí. Sentí el rechazo. Cierto que le encajé las uñas, pero no fue a propósito, no se dio cuenta de que significa tanto para mí que busco aferrarme a él con fuerza. Soy tan frágil a veces. No lo entiende. Trato de explicárselo con sexo, lágrimas, a gritos, pero no escucha. Dice que yo era más atractiva cuando bailábamos tango y nos manoseábamos a escondidas antes de dejarme en casa de mi ex. Sólo me lo dijo una vez porque el bofetón que le planté bastó para que no se le ocurriera volver a mencionarlo. Se le olvidó lo que tuvimos que pasar para que nadie nos separara. No se acordaba de que yo, una mujer hecha y derecha, diez años más grande que él, no se iba a lanzar a una aventura con cualquier pelele. Me encargué de recordarle que dejé mi casa cuando supe que Raulito, sello de nuestra unión, estaba en mi vientre y que soy yo la que tiene que luchar por nuestro sustento porque con su juventud e inexperiencia no obtiene muchas ganancias. Por eso emprendí la batalla legal contra mi ex, para que nos dé lo justo. Sé que es desgastante. Dice que es más fácil regresarle mis hijos a ese imbécil. ¿Con qué cree que puedo argumentar una pensión? Es tan inocente a veces. Ah, la cama. Ese bendito lugar que todo lo arregla. Ojalá tengamos un hijo más. Se lo pedí al universo.
Lloré un poco y logré que se acercara a consolarme. Llamó a Raúl para que viniera a felicitarme. No quería, nada más entretenido para él, a sus cinco años, que comer uvas. Me estaba exasperando. Hugo le explicó que yo me sentiría muy mal por no recibir su cariño. Creen que no los escuché, pero le dijo en voz más baja “ya sabes cómo se pone” y cuando estaba a punto de encararlos, Raúl se me aventó a los brazos y no pude más que sonreír. De cualquier modo, tendría que hablar con ellos. No me gustan los dobleces.
Respiré tranquila y feliz en mi hogar, con mis hombres rodeándome de cariños y mimos.
-¡Las maletas!-gritó con una alegría inusitada Raulito. Me conmovió ese entusiasmo. Lo aprendió de mí. Su padre y sus hermanos son tan apagados, parecen tener miedo todo el tiempo. El pequeño no. Es tan desenvuelto. Así era yo a su edad.
-¿No quieres viajar, má?- me preguntó con voz temblorosa Julián. Me enoja que sea tan inseguro, pero lo perdono porque sé que ha estado bajo mucha tensión, testificando contra su padre en las demandas que interpuse y que voy a ganar.
-¡Claro!-respondí con plena confianza en que lo haré, como lo hacía antes del divorcio, cuando no había hijos, cuando el amor de mi ex era solo para mí-¡hay que regresar a Europa!
-Pues ¡a volar!-dijo Hugo, con una gran sonrisa, el pobre sueña con subirse a un avión, y me invitó a que empezara el ritual.
Tomé las maletas con fuerza y les ordené que no tomaran las suyas, que ya estaban listas en la puerta, hasta que yo hubiera regresado. Necesitaba tomar aire, estar sola. Corrí alegre alrededor de la manzana, segura de que ese año me despediría de ese barrio, tendría mi propia casa en un lugar más cotizado, viajaría y daría la bienvenida a una nueva vida, libre al fin de culpas.
Me tropecé en un bache de los tantos que hay en la colonia. Me torcí el tobillo y se me rompió el tacón de las zapatillas que me regaló mi ex. A paso más lento reconocí que había sido un buen hombre. Avancé un poco más, rengueando, y se me salieron las lágrimas cuando recordé nuestros festejos de Año Nuevo, su abrazo cálido, sus ojos brillantes de esperanza aun cuando ya sabía de la existencia de Hugo. Me detuve. Me recargué en un árbol para recuperar el aliento. No, no me equivoqué, me repetí como un mantra, aunque sentí el pecho oprimido.
Me sequé las lágrimas y pensé que lo mejor era poner otra demanda para asegurar mi futuro. Tenía que pagar por haber sido generoso conmigo, tenía que saber que no se trata así a un alma herida, que la vida no es eso, era necesario que aprendiera la lección, tenía que destrozarlo tanto como él hizo con mi corazón cada vez que intentó recuperarme y yo, orgullosa, ávida de reconocimiento, lo rechacé y exigí más y más.
Llegué a la esquina de mi casa. Pensé en mis hijos, en Hugo. Respiré profundo para retomar fuerzas. Soy la única que las tiene. Me quité la otra zapatilla y aun con el dolor en el tobillo, caminé con seguridad.
Me extrañó ver la casa a oscuras. Seguro me tenían una sorpresa. La puerta estaba a medio cerrar. La empujé, dejé las maletas en el rellano y avancé hasta que encontré el apagador. Encendí la luz y sentí el vacío. Ya no estaban las maletas de mis hijos ni de Hugo. Fui prendiendo lámparas por donde pasé solo para descubrirme sola. Salí de nuevo a la calle y el carro tampoco estaba.
El corazón me latió aprisa. Fui a la cocina y me serví una copa de la sidra que habíamos destapado y fue cuando vi la nota. Lo primero que llamó mi atención eran las firmas: de Hugo, Julián y el nombre de Raúl escrito con letra infantil. El mensaje sólo era de dos palabras: “Adiós, Carlota”.