A Dora le regalaron un pavo en la oficina. Vivía sola, así que no sabía mucho qué hacer con él. Sin embargo, el detalle navideño la llenó de orgullo porque era señal de arraigo, de pertenencia, aunque fuera a la oficina, en donde la trataban como esclava. En eso mejor no pensar, de alguna manera eran familia, ni modo de tirar al animal, símbolo de su esfuerzo y entrega.
Se animó y pensó en prepararlo para invitar a los amigos: Nayeli ya tenía compromiso con sus padres, Juan Carlos con su esposa e hijos, de hecho, la invitó a pasarla con ellos. Lo pensó un día, pero eso de llegar a festejos íntimos en casas ajenas, la hacía sentir fuera de lugar, más huérfana que nunca, si es que eso fuera posible porque uno es huérfano de tajo, no en grados. Se cansó de buscar alternativas dignas para el flamante pavo de cinco kilos y decidió que lo haría por ella, en un acto de sorprendente reivindicación, tan de moda en esos tiempos.
El día de la cena, la pasó cocinando: la salsa, el relleno, una ensalada para acompañar, porque ni modo de comer sólo pavo, era deprimente. Terminó haciendo ravioles para que no creyera el pavo que solo lo hacía por él, sino también para ella. Cuando se bañó, casi a las nueve de la noche, recordó a su madre y los injustos reclamos que ella y sus hermanos le hacían. “Ay, mamá, ¿apenas te estás arreglando?”, y la señora los miraba entre resignada e impotente.
Salió de la regadera tan relajada que le dio sueño. No se permitiría dormir tan temprano cuando el resto del mundo de seguro estaba alrededor de una mesa con mantel navideño, escuchando coros angelicales como fondo de una plática animada, entre choques de vasos, risas y buenos deseos.
Destapó una botella de vino, se sirvió la primera copa y se tumbó, contenta, en el sillón desde donde admiró la decoración que un día antes colocó para que el pavo no se viera tan triste en una escenografía cotidiana. Se quedó con la mirada fija en la serie de luces que compró con Gustavo, lo único que sobrevivió de su relación porque las esferas se las rompió en la cabeza, luego de ver en el reflejo de una de ellas cómo su entonces marido mordía el muérdago de labios de la vecina que esa noche departía con ellos. Se sirvió otra copa para reprimir el llanto que sintió trepar por la garganta. Intentó minimizar el hecho, “ni que fuera para tanto y hace tanto tiempo”.
Quiso distraer la mente colocando los manteles que también le regalaron en el trabajo hacía dos años, a cambio de quedarse en la guardia de esa navidad. “Anda, muñeca, al fin eres la única soltera de la oficina, todos los demás tenemos que ir con las familias”. No le pareció mal porque las tarifas de vacaciones en enero eran más baratas, así que intercambió las fechas y pasó esas noches del 24 y 31 de diciembre, leyendo, frente a su escritorio, sola con el policía vigilante, con quien brindó en ese piso enorme y vacío.
Sintió la garganta seca y rellenó la copa de nuevo. Eran las once. El tiempo voló con tanto recuerdo. Se secó las lágrimas que apenas se dio cuenta de que escurrían por los cachetes y fue a la cocina a servirse el platillo. El pavo la esperaba, jugoso y dorado. Lo colocó al centro de la mesa, como le correspondía. El olor era delicioso. A Gustavo le hubiera gustado, a su madre también, quizá la felicitaba desde el cielo. “Le puse pasas y el adobo que tu hacías”, le dijo y de pronto echó a llorar encima de los ravioles. Intentó calmarse varias veces. Se limpió la nariz con fuerza, pero no consiguió llevarse un bocado a la boca porque no pudo parar de moquear.
Otra copa. Logró contenerse. Puso sus canciones favoritas y cantó unas dos o tres, se aplaudió, ovacionó, hizo reverencias a su público imaginario y regresó a su lugar en el comedor. El pavo seguía esperando al centro de la mesa. Rebanó una lámina delgada, lo bañó con el adobo, como lo hacía cuando era niña con sus hermanos, cuando daba por hecho que siempre estarían así, juntos, peleando por la pierna, aventándose la lechuga. Descubrió unas gotas de sangre sobre la carne jugosa. Sorprendida, buscó el origen y lo encontró en su nariz.
“Perdón, pavito, perdón”, se disculpó.
Tiró el contenido ensangrentado y no se sirvió de nuevo porque se le quitó el hambre. Detuvo la hemorragia colocándose un enorme pedazo de algodón en la nariz. Abrió otra botella y se desplomó sobre el sillón. Las luces prendían y apagaban el ambiente. Dora observó el cambio de colores sobre la tela de los pantalones y la blusa de gala que eligió para la cena. Era una buena combinación, lástima que nadie la viera así. Lo mejor sería quitárselos de una vez. La fiesta ya había terminado.
Se desvistió con lentitud y a tropiezos porque hasta ese momento se dio cuenta de que estaba borracha. Se acostó pensando si tendría “tuppers” suficientes para repartir el pavo, ravioles y lechugas entre los vecinos. Lo único bueno era que ya tenía comida para el resto de la semana. Sonrió y luego se regañó porque a sus sesenta años era una ridiculez que bebiera como si tuviera quince. Todo le dio vueltas. Lamentó su proceder porque ya no resistía las resacas como antes e imploró al cielo que fuera benevolente con ella al amanecer.
Lo fue. Ya no despertó.