Una reciente reforma al Código Penal considera imponer penas de hasta 32 años de prisión a quienes provoquen lesiones a las mujeres por razones de género. Esto es, que alteren su salud y dejen huellas en su cuerpo, que en muchas ocasiones pueden ser de por vida. En un país como México, donde la violencia es grave, resulta un alivio por lo pronto que esta iniciativa haya sido aprobada en la Cámara de Diputados y enviada al Senado. Pero no lo fue así para todos.
La violencia que ejercen parejas, esposos, exnovios o exesposos contra las mujeres en México es “severa y muy severa” en 64 por ciento de los casos, de acuerdo con la Encuesta Nacional sobre la Dinámica de las Relaciones en los Hogares (Endireh) 2016. Por si esto no fuese suficiente, 19.4 por ciento de las mujeres de 15 años y más ha enfrentado, por parte de sus parejas, agresiones de mayor daño físico, que van desde los jalones o empujones hasta golpes, patadas, intentos de asfixia o estrangulamiento e incluso agresiones con armas de fuego y abusos sexuales.
A pesar de ello, el diputado del Partido Verde, Arturo Escobar, suscribió una reserva a la iniciativa para reformar el Código Penal, que tenía como objetivo disminuir a un tercio la pena de prisión. No fue el único que mostró inquietud por el hecho de que se penalizara así la violencia contra las mujeres. El diputado de Morena, Rubén Cayetano, señaló que la pena establecida era “desproporcionada”, ya que cualquier agresor que dejara la marca de una cachetada o le rompiera los dedos a una mujer podría ser condenado a 10 años de cárcel.
“La indignación no puede arribar a la desproporcionalidad”, fue el argumento (Reforma, 5/12/19).
¿Acaso es desproporcional castigar dedos rotos, por ejemplo? Los legisladores se vieron alarmados por la posibilidad de estar exagerando ante lo que consideran ”violencia menor”. Se puede deducir que la violencia que ellos consideran “importante” –o, para usar sus palabras, “proporcionada” –es la que mata.
En la realidad, las señales de un posible delito por violencia de género siempre están presentes. Es sólo que no se detectan debido a que se minimizan: las bromas de mal gusto, las mentiras, los tratos fríos, las burlas, los celos, son actos que han sido normalizados en el contexto de una relación de pareja complicada, pero que denotan indicios de acciones más violentas.
Tal vez no exista un medidor que le permita a ciertos legisladores distinguir cuándo un golpe a una mujer provoca indignación “legítima” o “proporcionada”. Pero, hace años la Unidad de Género del Instituto Politécnico Nacional (IPN) presentó el Violentómetro, una escala que “visualiza las diferentes manifestaciones de violencia que se encuentran ocultas en la vida cotidiana de mujeres y hombres, y que la mayoría de las veces se confunden o desconocen”. Desde entonces, esta herramienta ha sido empleada para evaluar el peligro que enfrenta una persona en una relación abusiva.
Un gran problema es que, desde la infancia, nos enseñan que hay ciertas “conductas permitidas” para los hombres y para las mujeres, y dentro de estas conductas permitidas se encuentra la violencia. Como la reacción misma en la Cámara demostró, las medidas para sancionar son insuficientes.
Se necesitan cambios y reformas integrales: que se capacite a quienes trabajan en sus diferentes áreas para que entiendan qué es la violencia hacia las mujeres y las niñas, y sepan qué hacer para identificarla desde sus primeras señales. Y, para los hombres, una reeducación.
Es decir, no solamente se tiene que instruir a las mujeres que vivan violencia, sino a los hombres que la reproducen y la utilizan, y quienes son incapaces de comprenderla en su debida proporción. Empezando por nuestros legisladores.