No cabe duda que a medida que envejecemos nuestra niñez vuelve a la memoria con claridad y aparentemente de la nada. De pronto, algún aroma o sabor particular nos evoca los rituales familiares, especialmente aquellos relacionados con las celebraciones, como la Navidad que se aproxima.
De todos los rituales de mi infancia, los más arraigados en mi mente son justamente los navideños. Recuerdo en particular la selección de las esferas para adornar el árbol y la confección de las “canastas navideñas” que mi madre solía regalar.
Debo aclarar que hablo de la época de mediados de los 70 en El Salvador, Centroamérica. Aún no había libre comercio ni globalización.
El ritual del arcón navideño comenzaba en el “Mercado Cuartel”, en pleno centro de San Salvador, donde comprábamos las canastas de mimbre, las más bonitas, las mejor hechas. Después nos encaminábamos a una tienda-bodega de ultramarinos para la elección de los ‒entonces‒ “artículos de lujo” con los que mi madre solía “aderezar” sus arcones, que contenían frutas de estación, galletas, botanas y licores.
Recuerdo mi fascinación por los frascos de palmitos o elotitos de México, o por las bolsas de “marshmallow” y las latas mini de frutas en almíbar “Del Monte” de Estados Unidos. Nunca faltaban las sardinas picantes en aceite marca “Madrigal” que llegaban de Marruecos ni el ron “Flor de Caña” de Nicaragua o las cervezas tipo Pilsen.
Las frutas que incluíamos entonces eran las importadas, como las manzanas rojas y las uvas verdes que se importaban de México o Estados Unidos. Frutas de clima frío que nosotros no producíamos y que, por supuesto, eran caras.
La última parada, antes de la confección, era en la papelería. Comprábamos pliegos de papel celofán en colores rojo y amarillo. Todavía hoy, a mis 50, ver celofán de colores me transporta a ese momento, porque la forma en que “envolvíamos” las canastas era lo que más disfrutaba, y luego verlas todas alineadas en el comedor, listas para ser entregadas como regalo de mi familia, me hacía muy feliz.
Ahora comprendo que este gesto generoso de mi madre me marcó en varios sentidos, como en el entusiasmo que me provoca regalar, compartir y descubrir nuevos productos gourmet.
¿Sabe usted el origen de la tradición del arcón navideño? ¿Cómo empezó y dónde? Lo escrito al respecto apunta a que viene de las fiestas paganas saturninas de la antigua Roma. ¡En serio! Al parecer, los romanos tenían una costumbre conocida como “sportula”, consistente en el reparto de una cesta con comida de los patronos a sus subordinados para su disfrute personal, pues entre las obligaciones estos figuraba el “salutatio matutina”, es decir, acudir a saludar al patrón a su casa.
En ese momento se hacía entrega de la cesta, la cual se componía de higos secos, laurel, olivo y diversos alimentos.
Qué increíble que el sentido original de la canasta no haya cambiado un ápice en el sentido clientelar, sólo las formas y el contenido.
Fue hasta mediados del siglo XIX cuando la costumbre fue adoptada por los gobiernos para agradecer a sus proveedores. Más tarde, en el siglo XX, en la época de posguerra, se popularizó, primero, como un uso empresarial para agradecer, incentivar y cautivar a los clientes, y luego, por las clases medias para sus regalos personales, como mi mamá, a quien, además, este tipo de regalos le venía perfecto por el poco tiempo con que contaba por su doble jornada y su carácter pragmático.
Con los arcones, ella “mataba muchos pájaros de un tiro”: el mismo regalo para todos sus allegados, tiempo de calidad con sus hijas y ritual navideño al mismo tiempo.
¿Qué pondría usted hoy en un arcón navideño, cuando se puede conseguir casi cualquier producto gourmet en los suspermercados y, si no, mediante los portales de marca con sólo un click y su número de tarjeta?
¿Qué es hoy un artículo de lujo o exótico?
Quizás algo exótico para un alemán sea una barrita de amaranto o algo lujoso para nosotros un salami italiano de jabalí.
Hoy, además, habría que plantearse otra pregunta o variable: ¿lujoso para quién? Una persona vegana diría que el salami no sólo es dañino para la salud, sino también un crimen contra los jabalíes.
Las sardinas y las frutas almibaradas que de niña me deslumbraban, hoy atiborran los anaqueles de cualquier súper. Las canastas de mimbre hechas por artesanos, hoy son manufacturadas con materiales sintéticos por manos chinas. Los ultramarinos de mi infancia no son más artículos especiales de estación.
Lo único que no ha cambiado es la generosidad de mi madre y el deseo de celebrar y compartir con los míos.
Quizá yo nunca pueda regalar arcones con delicias modernas como un aceite de trufa blanca, turrones de Alicante, cafés orgánicos, latas de caviar, jamones ibéricos o sales perfumadas.
Sin embargo, gracias a los arcones navideños de mi infancia, siempre sabré que regalar lo que para mí es único y especial a los seres queridos es una forma de compartir lo que tengo y decirles: “Gracias, felices fiestas”.