Por Jeannette Gorn Kacman
A Emiliano, mi nieto, quien galopa a Alejandro contra el viento
Abuela Raquel, ¿qué haces en mi cuento? Si yo para ti fui siempre una “pobre, pobre”… No tenía cara de aristócrata como tú. Me parecía a mi papá y a su familia, que eran burdos y sin modales y sin, sin… Tú venías de un padre rico y famoso, según decías (cuando fui a Jerusalén, Jacobo K estaba en el libro de los judíos destacados que fueron asesinados). Durante toda mi infancia aprendí a vivir con tu desdén, desdén que se extendía hacia los nicaragüenses: sucios, asesinos, flojos. Hablabas siempre en ruso, y yo te contestaba igual. ¡Qué pena que lo olvidé! Quizá como te olvidé a ti. Me decías que habías nacido en Proskurov (el lugar donde se cometieron los mayores y más crueles asesinatos de judíos). Eras sorda y la única mujer de cinco hermanos, la preferida de tus padres. Tocabas el piano siendo sorda; luego, ya en América, te operaste. Eras una mujer muy bella, delgadita, blanca como la nieve, con ojos negros intensos y una abundante cabellera roja. Hasta ahí todo iba bien, pero no podías olvidar ni un sólo día tu supuesto abolengo. Si yo sabía que los judíos habíamos sido esclavos… Tenías enamorados rusos que vivían en Nicaragua. Ésta era la abuela materna y se llevaba muy mal con mi Bobe (abuela en yidis). A ella sí la amé con la profundidad de mi alma. A Rebeca oía yo que le decían Fru K (para mí sonaba así), y dejó de ser bobe o abuela para convertirse en Fru K. La llamaremos entonces Fru-Fru K.
Debo reconocer lo difícil que fue para la Fru K salir de Proskurov y atravesar el río para llegar a Polonia. Ella me contaba que veía pescaditos que brincaban a su lado. Mi abuelo le contó luego que eran balas. En Polonia el abuelo le pidió casarse con él. Su desprecio fue olímpico: ella era aristócrata, y él, un campesino. Mi abuelo se ahorcó, y ella por lástima se casó con él. Partirían para la Argentina tres hermanos, la Fru y mi abuelo. Aunque ustedes no lo crean, en Proskurov, mi abuela fue a despedirse de sus padres escondida en una canasta de pan. A mi bisabuelo ya lo habían matado. No puedo imaginar el dolor de ese adiós a su madre, a su tierra, a sus imaginarias o verdaderas grandezas.
La historia oficial de la abuela es la que contaré, sin preguntarme si lo que ella decía es historia verídica, porque su historia es mi historia.
Odiaba a los comunistas porque ellos les quitaron todo. Cuando fue a despedirse de su madre, tenía un solo cuarto para ella de ese castillo. Trotsky era un diablo rojo, causa de todo mal. Como uno de mis maridos fue trotskista y tenía libros de Trotsky en varios idiomas, cuando Fru K vino a mi casa en México, los tiró todos al suelo y quería quemarlos. Él era comunista, y yo, desheredada.
No los dejaron bajar del barco llamado Deseo en el que venían mi abuelo y su familia, porque la cuota para los judíos estaba cubierta. Regresarlos era condenarlos a muerte, pero Fru K llevaba en su panza un polizonte, y, de miedo quizá, a la Fru se le rompió la fuente; empezó su trabajo de parto. Se hizo entonces un alboroto para que ella pudiera bajar; gracias a eso bajaron en la Argentina. Ella recordó siempre que lo primero que aprendió del idioma español fue: “Perra judía, apúrate a parir: hoy es primero de enero”. Y de esta tosca manera mi madre vino al mundo.
A unos pocos años de establecerse en la Argentina, mi abuelo decidió irse a vivir a Venezuela. Allí hizo muchas fechorías —como bigamia o comercio ilegal— y tuvo otra hija. Mi tío las cuidó en Argentina. Los otros hermanos desaparecieron; nunca se supo más de ellos. Luego mi abuelo regresó a la Argentina y cambió su apellido por el de la abuela. De ese retorno nació otro hijo, y no vivieron felices para siempre. El abuelo, que era trotamundos, decidió que se fueran a Venezuela. Puso un restaurante de lujo; todo iba bien. Y la autodestrucción se cierra: decidió que se fueran a España, donde les tocó la guerra civil. ¡Qué pasión del abuelo por “darse en la madre”! De nuevo volvieron a Caracas. Salieron en el último tren de Madrid, y mi madre era la única que comía de su familia, porque a los argentinos los ayudaban con comida. ¿Por qué hizo eso el abuelo? No lo sé. Cuando anunciaban un bombardeo en Madrid, todos salían corriendo al refugio. Mi abuela se quedaba durmiendo calientita en su cama. “El destino es el destino”, decía, y se dormía. Cuando regresó a Venezuela, el abuelo se volvió “cloper” (vendedor a pagos). El abuelo era diabético; una noche se sintió mal y se murió.
Papá era un conquistador, un inestable, y viajaba por el Cono Sur vendiendo diferentes productos. Era como un representante médico sin medicinas. Lo llamaban el limpio porque nunca tenía dinero. Un día, cuando el abuelo ya se había establecido en Venezuela, fue a enseñarle un muestrario de las cosas que representaba y vendía, y —¡oh, oh!— apareció mamá. “¡Qué guapa está su hija!”, le dijo. El abuelo enfureció: “Para salir con ella tendrías que pasar sobre mi cadáver”. Y eso pasó, pues, cuando regresó a Venezuela, él ya estaba muerto. Nadie se dio cuenta de que ambas mujeres se volvieron locas. No tenían a nadie. La Fru era inútil: se la pasaba jugando a pura aristocracia. Desde entonces pienso que esas personas afectan el entorno social, con el dale y dale de que son aristócratas. A esta locura la llamaremos desde ahora psicosis de castas.
Viaje a Nicaragua: la Fru, mamá y su hermano. La Bobe pagó toda la boda ahí en Nicaragua. ¡Oh, oh, de una ciudad petrolera a una ciudad de caballos! Mamá se sintió totalmente desilusionada. Además, todas las mujeres histéricas (¿hay de otra clase?) tenemos a un hombre ideal con el que deberíamos casarnos, pero nunca llega para realizar lo imaginario. Mamá nunca quiso a papá porque era un limpio y ella era de alcurnia; no le daba todo lo que su psicosis de castas reclamaba… Bueno, alguien mentía.
Ella nunca trabajó; lleva noventa y siete años sin trabajar. Papá era un mandilón: todo para ella, y, aunque papá se empeñaba en darle todo lo que podía, nunca era suficiente. Yo sabía que estaba loca, y, cuando me quejaba con papá, él respondía a secas: “Tu mamá está loca”. Papá nos mantenía y cuidaba a la Fru K, a su esposa, a su cuñado, a mí y a mi hermano; por eso estaba limpio.
Sucedió algo totalmente inesperado: la Fru K se volvió un banco ambulante; era prestamista. Además, se le ocurrió la brillante idea de traficar diamantes, se volvió millonaria y entonces, claro, se cambió de casa. Decía la Bobe que, cuando mamá y papá se iban a casar, la Fru K le dio a papá mil dólares y eso le dio derecho a vivir a costa del “limpio” 20 años.
Papá se parecía a Melquíades, pero menos poético, menos colombiano, y no bailaba vallenato. Se aburría de un lugar y se llevaba la fábrica pieza a pieza de un país a otro por Centroamérica. ¡Qué coincidencia con lo que pasó al abuelo y la Fru! Y, en su quita y pone de la fábrica, jalaba un poco de aire, descansaba de mamá. De nueva cuenta les tocó una revolución: la nicaragüense.
La Fru K tenía un amigo joyero que se llamaba Jacobito, quien era reconocido por su honestidad. Pues un día se volvió loco, mató a su mujer por celos y se hirió a sí mismo. Los hijos no duraron en llamar a la Fru K por su gran amistad. La Fru K se le pegó a la oreja, y lo que le estaba diciendo era: “Jacobito, no te mueras. ¡Mi dinero!”. Por supuesto, la corrieron.
Había otro detalle en mi familia: todos hablaban mal de sus parejas. Ahora lo entiendo así: éramos tan poca cosa que quien se fijaba en nosotros no valía nada.
Ya no te aborrezco mucho, porque fuiste una gran maestra: me enseñaste todo lo que no hay que hacer, me impediste sentirme orgullosa de ser nicaragüense. Ahora veo a Nicaragua como un pueblo heroico y me siento afortunada de ser limpia, pero no loca. Recientemente estuve con un nieto que parece salido de Proskurov. Yo buscaba en el fondo de sus ojos grises con tonalidades de mar el mapa de México. En esos ojos me vi y me pregunté: “¿Yo me adapté? ¿Mis hijos se adaptaron? ¿Mis nietos se adaptarán? ¿A ser así: sólo mexicanos? ¿Podrán desprenderse de la neurosis de casta, zafarse de tanta locura, de tanta estupidez, y salvar la esperanza?
Fru K, olvidaba decirte que un día me dijiste que, por ser una niña mala, me quedaría viuda como tú, a los 47 años. Y que se cumple…