A Luis Jorge Arnau y a los amigos de Mexicanísimo
con afecto y solidaridad
En la entrega anterior, a propósito del 97º aniversario luctuoso de Marcel Proust, me referí brevemente a su biografía, a algunos puntos de coincidencia con Sigmund Freud y a la posición que adoptó en el polémico caso Dreyfus, controvertido hecho que sacudió profundamente a la sociedad francesa de finales del siglo XIX y principios del XX y que, debido al antisemitismo que implicó, hoy podemos considerar un antecedente del Holocausto. Deseo ahora concentrarme en lo que a mi juicio es el aspecto más relevante de la obra proustiana: su valor estético.
No es exagerado considerar que Proust es el autor de una sola obra de dimensiones colosales: la novela en siete tomos En busca del tiempo perdido (À la recherche du temps perdu). En este sentido, todos sus otros textos, desde sus crónicas periodísticas hasta sus traducciones de John Ruskin o el proyecto novelístico que abandonó (Jean Santeuil), no fueron sino adiestramiento técnico ―paciente y meditado―.
Como señalé la semana pasada, En busca del tiempo perdido es una narración en primera persona sobre la vida de un hombre que desea ser escritor, desde los primeros recuerdos que tiene de sí mismo hasta el momento en que ha desarrollado todas sus capacidades y es capaz de enfrentarse a la creación literaria. Alrededor de ese relato central, los temas principales en los que Proust concentra su atención son los siguientes: la memoria y la percepción del tiempo en los seres humanos, los afectos y la sexualidad, las clases sociales y los rasgos que las caracterizan, el arte y la apreciación estética (ya sea literatura, teatro, música, pintura o arquitectura), la historia y la política de Francia y Europa.
Desde los comentarios de Platón y Aristóteles sobre los poemas homéricos hasta las inteligentes reflexiones que el catedrático peruano José Miguel Oviedo ha hecho en torno a las novelas de su paisano y amigo Mario Vargas Llosa, todo gran poeta suele encontrar un gran filólogo que ilumine su obra. Proust puede presumir, entre los sabios que han sido cautivados por sus páginas, nombres tan ilustres como los de Walter Benjamin, Erich Auerbach, Roland Barthes o Gilles Deleuze.
El capítulo XX de esa obra maestra de la filología ―clásica o moderna― que es Mímesis, Auerbach comenta sendos pasajes de Virginia Woolf y Marcel Proust. El filólogo judío alemán niega entonces que el Narrador de la Recherche sea una prolongación del subjetivismo romántico ―categoría en la que incluye, en cambio, a autores ligeramente anteriores a Proust, como Joris-Karl Huysmans y Knut Hamsun―, pues, según él, a pesar de que todo el relato llegue al lector filtrado por una sola conciencia, ésta es capaz de percibirse a sí misma a través de una distancia crítica, lo que la vuelve objetiva.
Escribe Auerbach: “El ascenso de la realidad pasada desde la conciencia remembrante, que hace tiempo abandonó las circunstancias en que incidentalmente se encontraba presa cuando aquello constituía su presente, ve y ordena su contenido de una forma totalmente distinta de la meramente individual y subjetiva: liberada de las varias vinculaciones de entonces, la conciencia ve los estratos de su propio pasado, con sus respectivos contenidos, en perspectiva, confrontándolos constantemente unos con otros y liberándolos de la sucesión temporal externa y de la significación, dependiente de la actualidad, que eventualmente parecieron poseer, con lo cual la idea contemporánea del tiempo interior se concilia con la concepción neoplatónica de que el arquetipo verdadero del objeto existe en el alma del artista, de un artista que, encontrándose dentro del objeto mismo, se desprende de él en tanto que observador y se coloca frente a su propio pasado”. Alcanzar ese estado de conciencia en el que alguien puede contemplarse a sí mismo desde fuera es justamente el objetivo del psicoanálisis.
Por inteligentes que sean las palabras de Auerbach, no hay mejor manera de concluir este humilde homenaje a Proust que con sus propias palabras (embellecidas, claro, por la traducción al español de Pedro Salinas). Todos hemos estado borrachos alguna vez. También Proust, que era tan humano como cualquiera. Veamos cómo describe él en qué consiste el estado de ebriedad. El pasaje ―perteneciente a la segunda parte del segundo tomo: A la sombra de las muchachas en flor (À l’ombre des jeunes filles en fleurs)― es, además, un muy buen ejemplo para ilustrar las observaciones de Auerbach.
“Yo al llegar a Rivebelle había arrojado muy lejos las muletas del razonamiento del cuidado de sí mismo, que ayudan a nuestra flaqueza a seguir el camino recto, y era presa de una especie de ataxia moral; añádase que el alcohol, poniéndome los nervios en tensión excepcional, infundió a los minutos actuales rica calidad y encanto, pero que no por eso me daban fuerza ni resolución para defenderlos; así que estaba encerrado en el presente al modo de los héroes y los borrachos; mi pasado, en momentáneo eclipse, ya no proyectaba por delante de mí esa sombra suya que llamamos lo por venir, y yo, colocando la finalidad de mi vida no en la realización de los ensueños de ese pasado, sino en la felicidad del minuto presente, no veía nada más allá de tal instante. De modo que por una contradicción, contradicción sólo aparente, en el mismo momento en que experimentaba desusado placer, cuando sentía que mi vida podría ser dichosa, es decir, cuando más valor debía de haberle concedido, iba yo, liberado ahora de las preocupaciones que me inspiraba, a entregarla sin vacilación al riesgo de un accidente. Y al obrar así no hacía otra cosa que concentrar en una noche la incuria que para los demás hombres está diluida en su existencia entera, en esa vida en la que afrontan a diario y sin necesidad los peligros de un viaje por mar, de un paseo en aeroplano o en automóvil, cuando en casa les está esperando un ser a quien destrozarían con su muerte, o cuando aún tienen confiado tan sólo a la fragilidad de su cerebro el libro cuyo remate es el único motivo de su existencia”.
Manchamanteles
Demasiada conmoción ha causado la cinta Joker. Las críticas se han concentrado en el exceso de violencia, “la justificación de la villanía y el crimen” o las escenas desagradables. Quizá algunas de estas críticas sean ciertas, pero sólo en parte, porque también reflejan la doble moral de la pequeña burguesía que no gusta de enfrentarse con escenarios mucho menos favorecedores que los propios. Lo que el filme muestra se reproduce todos los días, en la vida real: la violencia es real; la poca importancia que, en todo el mundo, los sistemas de salud conceden a las enfermedades mentales y a su tratamiento también es real, al igual que la falta de inclusión para personas con enfermedades neurológicas; el acoso que sufren es, asimismo, un factor importante para la violencia. ¿Que nadie quiere ver violencia? Bueno, eso es relativo, porque en los grandes filmes la violencia, los asesinatos y la muerte son algo muy común. En los noticieros, las redes sociales y El Gráfico (muy gráfico), se muestran escenas terribles sin filtro alguno (como una clasificación cinematográfica o el pago de un boleto) que permita decidir si se quiere ser testigo o no. Lo cierto es que nadie quiere enfrentarse a la raíz del problema. Hace muy poco fuimos testigos de una oleada de comentarios de mexicanos que ensalzaban al hijo de “El Chapo” como un héroe ―muy parecido al del filme― a pesar de los actos violentos del crimen organizado. Quizá el Joker incomoda tanto porque muestra la parte más desagradable de nuestra sociedad, esa que siempre nos negamos a ver.
Narciso el Obsceno
Hace algunas semanas, cedimos la palabra de esta sección al poeta latino Publio Ovidio Nasón. Como buen romano, Ovidio recogió el mito de Narciso de la tradición griega y lo modificó a su gusto. Por ejemplo, omitió el hecho ―presente en otras versiones― de que quien profetizó el destino de Narciso al nacer fue el ciego Tiresias (el mismo que antes había predicho la tragedia de Edipo). Tiresias dijo que Narciso sólo podría vivir muchos años si nunca se veía a sí mismo. De esta forma, Narciso no desea saber de encuentros: Narciso es tan sólo una violencia contra el amor, contra “el otro”.