Hablar nuestro propio idioma ―ese que, más allá de Edipo, llamamos lengua materna― puede ser un riesgo, sobre todo si las personas que están a nuestro alrededor lo consideran una lengua de invasores. En México, la discriminación lingüística tiene sus propios tintes: se da en contra de las personas indígenas y puede llegar a extremos tan graves como la negación del acceso a la educación y a la justicia. En Estados Unidos, lo que se vulnera es la integridad y la seguridad personal de los hispanohablantes.
Estados Unidos atraviesa por esta era del odio que mucho se parece ―por lo menos en esencia― a otros periodos históricos de oscuridad que han tenido lugar en diversas partes del mundo y que los norteamericanos tanto han criticado. La aversión contra las personas que no son blancas (afrodescendientes, latinas o provenientes de algún país de Asia, por mencionar algunos ejemplos) es un fenómeno social que se ha visto avivado por el discurso de odio del presidente Donald Trump y la pandilla política que lo secunda. El discurso del odio ha alentado a que individuos violentos se sientan cobijados en el ejercicio de sus provocaciones, lo que impone un reino de violencia donde cabe todo y nada. Es así que hemos atestiguado una serie de embestidas contra hispanohablantes por el simple hecho de hablar español en un lugar público. Eso se llama discriminación lingüística.
Las familias ajenas al mundo angloparlante que viven en nuestro vecino país del norte (especialmente las latinas) ahora tienen que caminar con cuidado al utilizar el idioma español, no sea que de la nada vaya a surgir uno o varios seres violentos que se sientan ofendidos por el uso de esta lengua menor en tan sacros territorios. Ya hemos visto bastantes casos de este tipo, sin importar la ciudadanía o el estatus migratorio de las víctimas. A quienes ejercen este tipo de violencia les da igual si su víctima es un ciudadano estadounidense o un turista latinoamericano. Lo que los jode no tiene mínima base racional: es, simplemente, el uso de nuestro idioma.
Lo cierto es que la discriminación lingüística en contra de los hispanohablantes no nació ayer ni es una marca registrada bajo el sello de Trump. Este fenómeno ha existido toda la vida: es tan viejo como el malinchismo, a pesar de que el español sea la segunda lengua más hablada en el territorio estadounidense. El caso de José Reyes, documentado por la BBC, es una muestra de ello. Se trata de un profesor bilingüe que llegó a su actual profesión guiado por las marcas del pasado: de niño le impedían hablar español en la escuela e incluso lo castigaban si lo descubrían cometiendo esta terrible falta. Reyes cuenta que alguna vez una profesora le lavó la boca con jabón por no hablar en inglés. Sus padres, en lugar de defenderlo, le dijeron que tenía que obedecer las órdenes. A veces es tanto el anhelo por pertenecer que olvidamos que merecemos un trato digno y justo, cualesquiera que sean nuestras condiciones.
Los casos en la actualidad quizá saltan más a la vista porque pueden ser atestiguados directamente en YouTube y por el trasfondo político que los alienta. Tenemos el ejemplo del restaurante Tampico, en la ciudad de Parkersburg, en Virginia Occidental, donde, en febrero de este año, una consumidora arremetió contra el gerente del lugar por hablar en español. El hombre que recibió el ataque es un ciudadano norteamericano que, legalmente, ha vivido en los EE.UU. durante más de veinte años. Si esto no es odio por el simple uso de una lengua (que el hombre domina tan bien como el inglés), ¿entonces qué es? El insulto al que recurrió la mujer fue el más popular: “Regrésate a tu país”. Por supuesto, la ironía de esta situación es que la mujer racista que llamó “inmigrantes ilegales” a los dueños del restaurante estaba comiendo comida mexicana. Parece que, mientras se trate de apropiación cultural, los estadounidenses no tienen ningún problema con los mexicanos.
Pero la mata sigue dando. Casi en los primeros días de la administración de Trump, se hizo viral un video en el que una persona con discapacidad le gritaba a un hombre en un aeropuerto por hablar por teléfono en español con su madre. La víctima lo confrontó, y, cuando la policía se acercó, el agresor inventó que estaba siendo acosado. Afortunadamente, su comportamiento primitivo quedó documentado en video. La víctima tuvo suerte, pues, como funciona el “sistema de seguridad” de los EE. UU., bien pudo acabar detenido, aunque fuera ciudadano estadounidense.
Hay casi 60 millones de latinos viviendo en Estados Unidos, y 41 millones de hispanohablantes. Más de cuatro millones de negocios son propiedad de latinos. Aun así, tienen que cuidarse de “no ofender” por usar su lengua materna. Éste es un problema de raíz, tan profundo como el uso de armas en el territorio estadounidense, y no se va a reparar solo: se necesitarán muchos años para revertir lo que el discurso de odio ha provocado.
Manchamanteles
En la opinión de Sarah Harper ―gerontóloga y demógrafa británica, fundadora del Instituto de Envejecimiento de la Población de Oxford (Oxford’s Institute of Population Ageing) ―, ya no hay una edad fija en la que pueda ubicarse el inicio de la vejez, pues ésta comienza cuando el ser humano se convierte en dependiente de otros para continuar su vida. En una entrevista para el diario español El País, declaró: “los mayores están sanos y, además, conocen a mucha gente de su edad que no ha muerto. Es un buen momento para ser mayor en Europa. […] Lo que es curioso es que, a medida que nos hacemos más sanos, rebajamos nuestra edad de jubilación, y ahora tienes a gente en perfecto estado de salud con 50 años que deja de trabajar y tiene por delante 40 años sin hacer nada. Muchos encuentran eso muy frustrante”. Por supuesto, las observaciones de Sarah Harper tienen validez exclusivamente para Europa, donde, según ella, la mitad de quienes son niños actualmente llegarán a cumplir cien años. Habría que voltear a ver al resto del mundo e indagar si esto es posible en regiones no privilegiadas por el colonialismo.
Narciso el Obsceno
El lenguaje y el discurso de los narcisistas buscan ser indescifrables para distraer al otro, paralizarlo, confundirlo en un galimatías de dudas siempre contrapuestas. Frases como: “Te quiero, pero no te soporto”, “Quiero irme, pero no puedo vivir sin ti”, son típicas de la ambivalencia narcisista, del viejo juego de “te odio y te quiero” (como el famoso bolero de Julio Jaramillo). ¿Le suena a usted esto conocido? Si no, ¡qué afortunado!