“Tenemos que unirnos contra la normalización del odio”.
António Guterres
Hace unos días hablaba del odio que se profesa a lo extraño, lo desconocido, lo otro: el odio a los migrantes, a las minorías religiosas, a las personas que tienen un color de piel distinto del que se está acostumbrado a ver, a las orientaciones sexuales diferentes e, incluso, a las mujeres —el cual no necesariamente se verbaliza, pero se manifiesta con acciones que menosprecian su valor como personas.
En esta ocasión quiero concentrarme en el odio dirigido hacia lo propio, un odio que pervive en zonas como América Latina, sobre todo en los países donde las raíces europeas están mezcladas con las indígenas.
Pensemos en lo siguiente: vemos los noticieros de otras partes del mundo y allí salen a cuadro personas con características típicas de la región en la que ejercen su labor periodística. Algo muy semejante sucede con los actores de los anuncios comerciales. ¿En México pasa lo mismo? Si nos detenemos a analizar, en nuestro país las personas a las que solemos ver en pantalla son aquellas que no se parecen a los mexicanos típicos. Por lo general, las personas captadas por el ojo mediático suelen ser blancas, de ojos claros y cabello rubio.
Antes de continuar, quizá sea bueno cuestionarnos: ¿qué es exactamente el odio?, ¿de dónde surge esa aberración a lo ajeno o a lo que no conocemos? Para eso será bueno recurrir a una frase que hemos escuchado mucho, pero hemos interiorizado muy poco: “tememos lo desconocido; por eso lo rechazamos”. El odio se deriva de construir una barrera en la que “lo otro” queda fuera de uno mismo y, por ende, “no nos compete”.
En su ensayo Extranjeros para nosotros mismos, Julia Kristeva menciona este miedo a lo desconocido, “a lo extraño, a lo diferente, a lo extranjero”. Antes era fácil “justificar” este odio, asociándolo con prejuicios nacionalistas, religiosos o morales, pero actualmente ya no podemos excusarlo fácilmente. Kristeva habla de la “voluntad individual” que nos lleva a replicar estos discursos.
En medio de la furia y la incertidumbre, reconocerse en el otro resulta un acto de humanidad y empatía. En una época en que los territorios comunes se han convertido en trincheras de guerra donde las redes sociales emboscan la reacción antes de cualquier pensamiento o análisis, es difícil pensarse en el otro.
Mientras el mundo se encuentra en una revolución, en países como México seguimos atrapados en las condiciones de una realidad áspera en la que el rechazo al otro no nos permite tener una visión panorámica objetiva del escenario en que vivimos, ni siquiera cuando se trata de la discriminación a nuestros compatriotas en Estados Unidos.
Consolidar discursos para los que estos actos denigrantes contra el otro son legítimos revela de qué manera las sombras de la ultraderecha cubren, cada día más, el campo abierto de nuestras libertades. Es riesgoso creer que se trata de libertad de expresión, cuando es completamente lo contrario. En realidad, cada uno de estos discursos tiene como propósito la denigración de alguien, sobre todo de quienes pertenecen a un grupo vulnerado, ya sean indígenas, mujeres o niños.
Nos asusta ver el mundo más allá de nuestras cuatro paredes. Desde el principio, el ser humano ha tenido esta necesidad de explorar y conocer qué hay más allá. Antes nos preguntábamos qué había más allá del horizonte; después, qué había más allá de las fronteras. Ciertamente son cuestiones fascinantes, pero, en el fondo, en el origen primitivo de todo, también habita el miedo, el cual puede privarnos de ser quienes somos.
Imaginemos que nunca hubiera existido ningún ser dispuesto a viajar al espacio o que nunca nadie se hubiera animado a cruzar el horizonte del mar por miedo a caer en el fin del mundo (literalmente). Nosotros mismos construimos nuestras propias barreras, pero también está en nosotros derribarlas y permitirnos encontrar esos mundos que tanto nos inquietan, sólo por el simple hecho de ser desconocidos.
Cuando algo no encaja con nuestras normas o ideales, inmediatamente experimentamos un sentimiento de rechazo. Pero imaginemos que podemos cambiar eso y entablar un diálogo. Nunca pensaremos igual, pero no por eso la vida del otro vale menos que la propia.
No hay culpables, sino responsables, y todos hemos sido parte de esta red en la que estamos acostumbrados a “ganar” a costa de todo. Es momento de hacernos cargo, de interiorizar qué cosas nos hacen ruido, de descubrir cuán absurda es la raíz de ese discurso —el de todos. La vida en la tierra es diversa. Sabemos esto desde la primaria, cuando en la materia de Ciencias Naturales nos hablaban de la biodiversidad. ¿Por qué aferrarnos a que todo debe ser igual, cuando por las leyes naturales eso sólo significaría la extinción masiva?
Manchamanteles
Fue sin lugar a dudas un acto de justicia, digno de celebrarse, que el Senado de la República otorgara este año la medalla Belisario Domínguez a la ciudadana María del Rosario Ibarra de la Garza, “por su incansable lucha y activismo de más de cuatro décadas en favor de los presos, desaparecidos y exiliados políticos”. Pero ha sido aún más conmovedora la manera como ella reaccionó a tal distinción, pues, sin desdeñarla, tampoco la recibió. En un discurso de gran elocuencia que leyó su hija, Claudia Piedra Ibarra, Rosario se dirigió al presidente de la República: “Andrés Manuel López Obrador, querido y respetado amigo, no permitas que la violencia y la perversidad de los gobiernos anteriores siga acechando y actuando desde las tinieblas de la impunidad y la ignominia. No quiero que mi lucha quede inconclusa. Es por eso que dejo en tus manos la custodia de tan preciado reconocimiento y te pido que me la devuelvas junto con la verdad sobre el paradero de nuestros queridos y añorados hijos y familiares y con la certeza de que la justicia anhelada por fin los ha cubierto con su velo protector. Mientras la vida me lo permita, seguiré mi empeño hasta encontrarlo”. ¿Llegará algún día esa medalla a manos de Rosario? Ojalá que sí.
Narciso el Obsceno
¿Cómo es el odio? El narcisista concibe el odio, ya que es una de las pocas emociones que descubre con arrebato. No puede responder al amor, pero sí tocar al odio. La dialéctica es la siguiente: si lo amaste, te despreciará.