«EL RELATO» Te vi - Mujer es Más -

«EL RELATO» Te vi

Ilustración. Chepe

 

La sangre se me bajó a los pies. Me senté para no caerme ahí enfrente de todos. Las manos me temblaron. Las puse sobre el escritorio y escondí la cara detrás del monitor para que no me vieran. Para que no me vieras. 

Nunca hice caso de los rumores. De ser ciertos, me hubiera dado cuenta. Eso creí. El escritorio de Betsy y el mío estaban uno frente al otro, aunque separados por el ancho pasillo por el que vimos pasar cientos de veces a contadores y abogados hacia la oficina del jefe y de vuelta a la salida. Por el que te veíamos pasar.

Ese día maldije la ubicación. 

Por más que intenté concentrarme en el reporte, los ojos me ardieron, las lágrimas me nublaron la vista y tuve que repetir como cinco veces una suma sencilla porque no cuadraba. Oí tu risa y su voz, ese tono que derretía a los abogados en junta. 

—A ver, Betsy, ¿tú qué opinas del caso?

Y la voz rasposa, como el rastro de una tos sin cura, la cabellera rubia cayendo suave sobre los abundantes senos que sobresalían de la blusa siempre escotada. La mirada azul dirigida hacia los interlocutores quienes, aflojándose la corbata o haciendo garabatos en las libretas, intentaron mil veces distraer la excitación. Era una excelente valuadora, discreta, hasta que te conoció.

A mí me mantuviste a distancia, dijiste que para no hacer de nuestra relación el tema de las comidas. Esa tarde se te olvidó. Reías sentado sobre su escritorio y luego te pusiste en pie detrás de ella para colocarle una delgada cadena de oro en el cuello. 

Lo vi de reojo, casi a fuerza, cuando el licenciado Rodríguez se plantó a un lado mío para consultar un párrafo y tuve que salir de mi escondite. Quise fijar la mirada en él, sólo en él, pero el silencio repentino me obligó a voltear para ver qué había sucedido. Nada. Todo. Te quedaste mudo acomodando la cadena y de reojo descubriste mi mirada. El licenciado se fue y volvieron los murmullos.

Escribí lo más rápido que pude. El expediente era tan largo, parecía no tener fin. “Artículo cuarto, sección segunda”; “página 5 de 10”; “ándale, vamos”; “artículo cinco, sección tercera”; “si me das un beso”. Alcé la mirada para que la espada se me clavara de una vez por todas. No. Ella bajó la cabeza, risueña, esquivando los labios que yo sabía ardientes.

Labios que a mí también me hablaron al oído, que me erizaron la piel. Labios que nunca prometieron nada pero que busqué con insistencia para despistar a la desesperanza. Perdidos siempre. En la noche, en el rincón de algún bar escuchando algún cante jondo, ebrios de soledad, sin ninguna cadena que acomodar o algún rizo coqueto que señalara el lugar de inicio de la exploración. Yo nunca puse un obstáculo. Tierra siempre abierta.

—¿Qué pasó, Cecilia? ¿Ya está listo ese contrato?—otra vez el licenciado Rodríguez apareció y casi se me cae el café del susto.

Intenté reanudar mi labor con el estómago temblando por dentro. Temblor que trepó por la garganta y me obligó a ir al baño. Me enjuagué la cara para disipar el calor que ya sentía en las mejillas congestionadas haciendo eco de la opresión en el pecho. Me vi a los ojos y declaré mi derrota. 

Regresé a mi lugar como un soldado, sin mirar nada que no fuera mi escritorio, el monitor, el expediente. Imagen fugaz. Tu mano acariciando su espalda. Alguien se alejó. “Artículo 22…”; “página 10 de 10”. “Punto”.

Corrí a la oficina de mi jefe.

—Muy bien, muy bien. Siempre tan eficiente, Ceci. Ya váyase a divertir que la he traído muy atareada. ¡Ya es viernes!

Sonreí con tristeza. Viernes. Me hacía la tonta arreglando papeles, a la espera de tu hora de salida. Enviabas un mensaje con la ubicación de la cita y hasta ese momento iba al baño para arreglarme un poco el cabello corto. “Pareces un niño bonito” y me alborotabas el fleco antes de quedarte dormido, abrazándome fuerte, como si temieras que escapara.

Tomé mi bolsa, aprisa. Alcancé a ver a Betsy, ya sola, concentrada en su trabajo. Alzó la mano para decirme adiós a lo lejos, con una sonrisa entre avergonzada y compasiva. Le sonreí de vuelta, quizá porque ese gesto fue una estocada limpia y profunda atravesando el centro del corazón. ¿Te dijo?

Huí. Preferí las escaleras al elevador. Sentí las piernas pesadas y ahí, en ese camino descendente en espiral, logré liberar al pecho de su carga y lloré. Dejé los escalones empapados de nostalgia y llegué al sótano cargando todos esos años que ilusamente creí suspendidos.

No te vi. 

Encendí el auto y no supe de dónde saliste. Tus labios dijeron algo que no escuché porque me faltaron fuerzas para bajar la ventana. El dedo índice de tu mano hizo círculos. Me quedé con los ojos fijos en los tuyos, espejos negros reflejando mi tristeza confundida con la tuya, más honda que nunca. Diste unos golpes al cofre como dándome permiso para marcharme.

Arranqué mis ojos enrojecidos de tus pupilas. Por el espejo retrovisor vi que te quedaste ahí, de pie, hasta perderme de vista.

 

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