A mi hijo Boris, con amor y admiración por su consecuencia
Por JEANNETTE GORN KACMAN
En año nuevo judío y para el día del perdón, mi abuela paterna, que era la mujer más religiosa del mundo, cuidaba los mínimos detalles de la religión judía. Mi abuelo era rabino y murió de tristeza en Managua. ¿Cómo podía él resistir, vestido de lana negra, en ese calor quemante de Managua y sin amigos? Ella tomó su lugar. Por esas fechas me llevaba por las mañanas a un templo (el único), que era en realidad una casa improvisada. Éramos muy pocos judíos en Managua, así que lo que decía mi abuela era ley. Todos los días —especialmente aquellos tan santos—, yo iba a rezar por las mañanas y escuchaba lo que hoy sé que va así:
La decimocuarta bendición
(agradecimiento por la identidad masculina y femenina)
El hombre dice: “Bendito eres Tú HaShem, nuestro Dios, rey del Universo, que no me hizo mujer”.
La mujer dice: “Bendito es Aquel que me hizo conforme a su voluntad”.
Esto está escrito en un Sidur, ( סידור) que es el libro de oraciones diarias. Después de rezar, nos sentábamos frente al lago de Managua y, con cánticos en idish, rumano y un español que ella inventó y nosotras interpretamos hasta hoy; con sus menudos brazos echaba los pecados al agua, levantaba los míos y seguía rezando. Cuando llegaba el rezo de lamento, dolor, diáspora, recordaba a sus muertos, llamaba a su marido y pedía protección para sus cabrones hijos. Estos hermosos cánticos eran en ruso. En seguida pasaba una gallina sobre mi cabeza para purificarme. Yo era aún muy joven, ¿y ya tantos pecados?
Sin saber yo por qué, puso su cara arrugadita y su boca en forma tal que, ¡ay!, parecía un oráculo. Colocó el dedo en la boca oráculo y advirtió: “¡Sh, sh! Calla, calla”. Se acercó tanto a mí que yo pensé que me iba a contar de algún pariente asesinado en el campo de concentración de Auschwitz o un secreto familiar.
Me habló de La Cábala, del libro del Zohar, que es una colección de comentarios sobre la Torá, con el propósito de guiar a aquellas personas que ya han alcanzado elevados niveles espirituales hacia el origen de sus almas; Torá es el instructivo de la vida judía. Me dijo: “En el Zohar se dice que la primera mujer de Adán no fue Eva: fue Lilit. Ellos fueron hechos del mismo barro, y El Creador les infundió un soplo de vida. Sabiéndose igual a Adán, se rebeló contra él y cohabitó con el arcángel caído Samael. Su castigo fue no poder entrar al paraíso, y recibió muchos, muchos castigos más, tantos que incluso no se puede decir su nombre. Adán luego pidió otra mujer por compañera. El Señor le contestó: «La sacaré de tu costilla para supeditarla a ti»”.
“¡*Bobe!”, grité, “no es justo”. “¡Sh, sh! Calla, calla, y no lo olvides”, dijo.
Desde aquel día, Adán, Eva y Lilit fueron para mí como mis primos lejanos, y las mujeres, un enigma. No entendía por qué eso de ser mujer judía me arrancaba mi cuerpo. ¡Ay, Bobe! ¿Y tu cuerpo? La abuela pedía a gritos que ese año El Altísimo nos inscribiera en el libro de la vida. A ella la oyó: vivió 101 años. Esa noche no dormí pensando en que, si había dos bandos y las mujeres éramos Lilits o Evas, ¿yo a cuál bando pertenecía?
La Torá tiene bellezas y sabidurías inimaginables, dulces como la miel, pero mi abuela se sabía así la historia, así me la contó y así quedó grabada en mi memoria.
Era sábado, el día dedicado al Señor. Prendimos las velas, festejamos, comimos cosas muy ricas que hacía la Bobe. Al levantarnos de la mesa, pasó algo diferente. No nos fuimos a nuestras casas: la familia se sentó en la sala, y yo me senté en un escalón para oír lo que decían. Bobe levantó su índice de fuego y dijo a mi papá: “Elías, debes llevarte a tu hija a Costa Rica, conseguirle un marido y casarla”. ¡Uy, qué susto! ¡Era yo! Pasaron algunos meses, y papá se dio a la tarea de instalarse en Costa Rica para depositarme en casa de unos amigos adinerados. Me quitaron el paraíso de Nicaragua; lo era para mí.
Entonces, ¿cuál era mi culpa para perder el paraíso, si yo no había cohabitado con nadie? Y yo veía muy tontos a los chicos de mi edad, muy poco ocurrentes. No me interesaban en ese momento, y, por si fuera poco, no sabían bailar.
Ni hablar: era mi destino, y un destino se cumple “a carta cabal”. Yo era ajena a la intención de engatusarme un marido. Por ahí me consiguieron uno con dinero y que no pedía dote. Yo tenía quince años y él treinta, pero a mi abuela la casaron a los trece. Bueno, era huérfana y le pusieron un rabino que conoció el día que se casaron. Mi abuela me contó que el día de la boda se paraba de puntitas para ver cuál era el de ella. A pesar de eso, ella fue feliz. La abuela era muy fuerte: aguantó y aguantó, y ella, su esposo y sus hijos terminaron en Managua. Tomé aire. “Fue feliz”, me decía una y otra vez; a lo mejor yo también podía serlo. No quiero ni recordarme en aquel vestido blanco que parecía mortaja. Yo iba a ser tomada como esposa por un hombre al que conocía muy poco, y eso poco bastó para darme cuenta de que era aburrido-aburrido. ¡Luna de miel en el Caribe! Yo le pedí: “¡Por fa, por fa!, no me toques esta madrugada. Seré tu esposa hasta llegar al Caribe”. Después, el tipo roncaba. Faltaba algo peor: a la mañana siguiente, muy temprano, tocó mi madre la puerta para llevarnos al aeropuerto y me preguntó: “¿Te dolió?”.
Veía el hermoso mar Caribe, y mi vida se había acabado, casada con el hombre que inventó el aburrimiento —todo cuadrado, tímido, puritano. La esposa debía ser pura. Entonces recordé el cuento de la abuela e intenté que mi Adán conociera la manzana. ¡Imposible! Cortó mi aproximación con un reproche; su mirada fue de regaño. Ahora lo entiendo: la sexualidad era un lenguaje que él no quería pronunciar.
Yo iba a la Universidad de Costa Rica, y junto a mí se sentaba un tico de buen ver. Tamaña cosa que se me ocurre: acostarme con él (Lilit). No fue nada aburrido. No sentí vergüenza de mi cuerpo. Por lo contrario, el pobre por fin se expresó libre, y el goce fue exquisito. Entonces entendí por qué se prohibía a las mujeres tantas cosas: por el templo sensual de su cuerpo.
Lo prohibido era sentir y gozar lo sensual. Ahora era Lilit. Debía sentir culpa y vergüenza, pero fui muy feliz de tener un cuerpo. De aburrido-aburrido me divorcié con hijos y todo. Salí cual terrorista con ellos de la mano. El castigo: no podía volver. La osadía de sobrevivir en México es otro cuento. Allí me volví agresiva, defensiva, arisca. Conocí a distintos hombres. Reconozco que debo de ser horrible. Creo que no me dejé amar por el precio que tenía que pagar: ser tímida, no pedir repetición, decir no a la invitación a la cama y luego, tímidamente, caer seducida por el galán en turno.
Si el galán en turno era judío, yo era religiosa. Si no lo era, yo era sin religión. El correr de los tiempos me enseñó que lo que nos niegan los hombres es tomar la iniciativa para hacer el sexo, porque nos tienen miedo de lo voraces y versátiles que somos las mujeres. Ahora corren vientos en los que se escucha el grito de igualdad entre hombres y mujeres. ¿Será por mi Bobe que no acepto que la igualdad de los géneros en derechos y deberes se traslade a la intimidad y delicadeza de la alcoba? Yo paso: no me gustaría ser igual a un hombre. Y ¿usted qué piensa? ¿Vamos a tener en la cama la búsqueda de la igualdad de los sexos o la búsqueda del goce sexual?
Mis preguntas son vastas. ¿Por qué hay feminicidios, violaciones, prohibiciones que son también feminicidios? He sufrido en cuerpo propio la amputación de mi sensualidad. No sé si los hombres que conocí eran puritanos, pero no hablaban del sexo por su nombre: al deseo lo llamaban amor.
Un día cercano-cercano no habrá necesidad de pancartas con reclamos de no violación, no feminicidio, no sometimiento. Ayudará el lenguaje de nuestro cuerpo, porque es nuestro; debemos cuidarlo, embellecerlo y no ponerlo en función de que, si no tenemos un hombre al lado, no valemos nada. A mí hija le dije: “Goza tu cuerpo”. Creo que me escuchó: por ahí la veo que protesta en marchas contra el machismo. Creo que eso es más importante que la forma en como nos queremos.
Yo —como mujer, como judía, como nicaragüense— estoy viviendo mi torre de Babel -en la que — lo mismo caben Rubén Darío que Ernesto Cardenal y la tradición de los nicas — donde todas las lenguas se hablan, se confunden y se estrellan con lo más íntimo de la libertad femenina: gozo mi cuerpo.
A veces quisiera ir a contarle a mi Bobe en cuántas cosas tenía razón y cómo yo no obedecí a obedecer. Me he casado cinco veces, siempre con la misma ilusión: “Éste sí es el bueno”. He pasado por todos los estados: esposa, compañera, amante, novia, abandonada, viuda, etcétera.
¡Ay, abuela!, de tus historias —y de las que he vivido y oído cómodamente en una cama— sólo aprendí tardíamente que soy mujer. Lo demás fueron historias. ¡Ah!, por cierto, olvidé contarles que, en la búsqueda de mi pareja, apareció por ahí un cazadotes e íbamos con él a Ojo de Agua en Costa Rica y, bueno, tangueaba y tangueaba con mi madre. Yo nula: le gustaba mi mamá.
Este cuento es la Lilit de muchos relatos más que se van agolpando en mi existencia y seguirán apareciendo.
*Bobe es abuela en idish