The show must go on! ¡Y vaya que continúa! Los años de la telerrealidad o los llamados reality shows quedaron rebasados, aunque no necesariamente de la forma en que nos habría gustado. Cuando el género surgió y llegó a México —cuando aún no teníamos en las manos nuestros inseparables smartphones, nuestras tablets y todos los artilugios llamados gadgets—, el asunto parecía simplemente una moda pasajera. Podía gustarnos o no, pero a fin de cuentas esto nos importaba poco: pensábamos que la ola se desaparecería en cosa de años. Ese vaticinio era sin duda optimista, porque lo que teníamos enfrente no era una simple ocurrencia pasajera, sino la bandera de una época: hoy la red de redes aparentemente también está dispuesta a que usted muestre desde sus más exquisitos saberes hasta sus más profundas perversiones.
“¡Dos tandas por un boleto!”, se gritaba en las carpas donde se presentaban Jesús Martínez Palillo y Enrique Alonso Cachirulo. Antes se trataba de desahogarse en la arena de la libido, bajo la supuesta premisa de que lo que allí se vivía allí se quedaba —lo que después los Estados Unidos transformaron en el eslogan del parque de diversiones para adultos con la gran campaña publicitaria: “Lo que pasa en las Vegas, se queda en las Vegas”. Es cierto que, si bien esto invitaba a la persistente y cómoda doble moral y a la idea de que los seres humanos, cual tanques de gas, debemos desfogarnos durante el verano —idea de la que difiero—, tenía una sola virtud: la delicada modestia de la intimidad, la limitación de la esfera pública. Esta situación es ciertamente vital, pues funciona como termómetro para medir la profunda constricción y represión moral en la que vivimos, no tan lejana a la de la era victoriana que nos mostró el historiador Peter Gay (1923-2015), de la cual germinó Sigmund Freud. A mayor represión del sujeto, mayor violencia social —ecuación que no falla.
El salto más grande que la telerrealidad dio para su propio crecimiento no lo hizo, sorprendentemente, en el medio en el que surgió. Es verdad que se ha mantenido en la televisión, en algunos países conservando incluso su estructura original (es el caso de España, donde el Gran Hermano sigue vivo y sin fecha de caducidad). Adoptó también la forma de los ya clásicos programas de concursos para cantantes. El género ha sabido llegar a todas las audiencias, ofreciendo concursos de todo tipo: lo mismo puede competirse por crear el mejor cup cake o la más grande ensalada que por hacer el negocio del siglo o ser el mejor partido para llegar al altar (o por las situaciones más increíbles y absurdas que pueda usted imaginar). Estos productos no se alejan demasiado de su punto de partida: la idea es mostrar un vacío absolutamente ligero para olvidar este apestoso mundo en el que vivimos. Ante el “prohibido prohibir” del 68, aparece el lamentable “prohibido ser intenso”, y hasta hemos inventado un verbo: “intensear”. Se reprime lo profundo del ser y se exalta la ligera cascarita de esas apariencias que (lo sabemos) siempre engañan; triunfa por instantes el deber ser, sólo para cobrarse el deseo, de forma casi siempre grotesca, en otras lides.
El verdadero salto se dio con la llegada de las redes sociales. El género no sólo se popularizó, sino que (¡cómo les encanta esta palabra!) se “democratizó”. Para participar en él ya no hacía falta hacer castings ni depender de la aprobación de una televisora. Mejor aún: cada vez hacía menos falta tener alguna gracia para ser el centro de atención. El futuro de las telecomunicaciones había llegado, pero se manifestaba en formas menos espectaculares que las previstas. Ahí estaban de pronto centenares de personas reunidas para ver a un niño desconocido tropezando y cayendo de algún puente, riendo al unísono, reproduciendo una y otra vez un video hasta alcanzar millones de vistas. El imaginario se eleva como espuma, mientras la realidad se vuelve persecutoria. ¿Una nueva educación de los sentidos? Más bien una falacia que encubre la represión o la falta del deseo.
Eso era el futuro: seres supuestamente inteligentes repitiendo una y otra vez, sin propósito alguno, el video de una persona con polio bailando. La telerrealidad no sólo vino a desenmascarar a quienes se encontraban frente a las cámaras, sino también a quienes mirábamos detrás de las pantallas. Nos reveló como los seres morbosos que desde hace décadas creíamos haber dejado de ser; nos dio alas para excavar y explotar lo peor de nosotros, justificando lo grotesco de nuestras acciones en la colectividad. Si todos los demás lo hacían, debía estar bien.
Fue así como se convirtió en una necesidad, la necesidad de estar frente a la cámara y detrás de las pantallas. Hoy en día todos transmitimos nuestro propio reality show a través de todos los medios posibles. Normalmente lo hacemos para mostrar lo que creemos “lo mejor” de nosotros, pero a veces, cuando nos toca aparecer en otro programa, no necesariamente es para ello, sino también para mostrar nuestros arranques, nuestros tropezones, nuestros propios bailes de “obedece a la morsa”.
Al mismo tiempo que somos protagonistas, no olvidamos que ser espectadores es lo que más nos gusta —de la alegría fingida, de la desgracia ajena, de su día a día. El vacío de los otros nos consuela. Si es colectivo, pesa menos. Y, por el otro lado, nos encanta también engañarnos y pensar que hay formas de rellenar ese vacío. Seguro que todas esas imágenes de viajes, comida, abrazos, besos, romance y aventuras significan que la persona que las sube ha encontrado la fórmula de la felicidad. Eso implica que también nosotros podríamos encontrarla, aunque estemos mientras tanto sumidos en nuestro vacío.
De like en like y de RT en RT, nos espulgamos como nuestros parientes primates, pensando que hemos llegado a la cumbre de la sofisticación, que ésta es la tecnología que vino a inventar el mundo, que antes de esto sólo había oscuridad, que nuestros antepasados debieron ser los más infelices, pues no podían transmitir su vida a todas horas, los siete días de la semana. ¿Cómo veían pasar las horas de sus amigos de la primaria?, ¿cómo se refrescaban en la desgracia de sus conocidos de la infancia?, ¿cómo presumían a los cuatro vientos los momentos más triviales de su vida?, nos preguntamos, sintiendo mucha lástima por esos pobres seres humanos que pensamos menos desarrollados que nosotros.
Hace algunos días, navegando entre noticias de internet, encontré un par de titulares que hablaban sobre las canas del futbolista argentino Lionel Messi. Sin saber muy bien qué esperar, abrí la nota y descubrí la historia. Algún usuario de Twitter analizó una foto de Messi y descubrió que tenía su primera cana —o la que todo el mundo decidió que fuera la primera, porque, con todo y todo, aún no tenemos suficiente nivel de intrusión en su intimidad como para poder asegurarlo. ¿Y a quién le importa?, nos podemos preguntar. Pues a centenares de usuarios en las redes, quizá a miles o a millones. Las interacciones en la red social que lo confirman sobran.
El futuro no nos habrá traído los ideales que le pedimos; nos trajo más bien cierta devastación, pero con un plus: vamos a poder verla ocurrir en vivo, en todas nuestras pantallas, segundo a segundo. La angustia del deseo capturado y la violencia que produce goza de cabal salud.
Manchamanteles
Aprovecho este espacio para despedir al gran antropólogo e historiador Francisco Pineda Gómez, a quien tuve la oportunidad de conocer y tratar en la Escuela Nacional de Antropología e Historia, a partir de alguna mesa de reflexión sobre el quehacer historiográfico. Francisco fue un continuador agudo y crítico de la tradición historiográfica sobre el zapatismo. Apenas en julio, dediqué este Manchamanteles al merecidísimo reconocimiento que —a través de su titular, el antropólogo Diego Prieto— el INAH entregó, en el marco de los cien años del asesinato de Emiliano Zapata, a cuatro eminentes especialistas: Carlos Barreto Mark, Laura Espejel López, Salvador Rueda Smithers y el fallecido Francisco Pineda Gómez. La obra más importante de Pineda Gómez es, sin duda, su tetralogía sobre Zapata y el zapatismo, obra luminosa e imprescindible publicada por Ediciones Era: La irrupción zapatista (1911), La revolución del sur (1912-1914), Ejército libertador (1915) y La guerra zapatista (1916-1919). Salvador Rueda Smithers define a Pineda como “hombre comprometido con los ideales de mejora social y estudioso de la guerra como el obstáculo para que el sueño de equidad sea más posibilidad histórica y menos un sueño que se diluye en el tiempo”; Diego Prieto lo considera “un gran amigo, un excelente colega, un hombre justo, sencillo y bravo, como buen guerrerense”, y Arturo Luis Alonzo Padilla resume su vida y obra en pocas palabras: “estudioso del general Zapata, gran compañero y amigo”. Yo lo recuerdo agudo, generoso, amable y atento, sin descuidar por ello el rigor y la polémica, necesarias cada vez más en nuestra generación. Descanse en paz Francisco Moreno Pineda.
Narciso el Obsceno
Varios estudios coinciden en señalar que los seres narcisistas indagan en personajes mediáticos análogos y que quienes ven telerrealidad (o reality shows) descubren el narcisismo como una conducta natural y emprenden la tarea de conducirse de la misma manera. El disfraz de lo inmediato hace feliz a Narciso…