Patria, tu superficie es el maíz.
Suave Patria
Ramón López Velarde
A medida que me vuelvo mayor, más añoro los sabores de mi infancia. En cualquier momento y aparentemente de la nada, viene a mí el recuerdo de ciertos aromas y sabores que evocan días de fiesta, reuniones familiares, paseos de fin de semana y el feliz encuentro con la cultura mexicana.
Me visitan flashazos de aquella gran olla plateada y desgastada que bullía en la cocina de casa anunciando la delicia sabatina del “Caldo de res con chochoyotes”, esas bolitas de maíz que absorbían todo el sabor de la carne y que yo siempre dejaba para el final.
También recuerdo las cenas a base frijoles y plátanos macho refritos con queso fresco y crema agria, que no era lo mismo sin su tortilla tostada con una pizca de sal.
Y qué decir de los tamales para Año Nuevo y el chilate que bebíamos en Semana Santa, un atole espeso a base de masa de endulzado con piloncillo y un toque de jengibre y pimienta gorda.
Son memorias que saben a maíz, igual que mis primeros encuentros con la gastronomía mexicana.
Cómo olvidar el primer menú tricolor compuesto por chamorro, guacamole, pico de gallo, agua de Jamaica y tortillas recién hechas. Y el primer paseo por Coyoacán con el descubrimiento de los esquites y las quesadillas.
Durante mi adolescencia, ningún salvadoreño de visita en casa se escapaba de nuestro recibimiento con tacos al pastor y de suadero. En aquella época el mayor antojo garnachero de mi madre eran las gorditas de chicharrón que vendían casi en la esquina de Hidalgo y División del Norte.
Cuando estaba en la universidad y el presupuesto era limitado, me alegraba merendando quesadillas de huitlacoche o flor de calabaza.
Al casarme pasé a formar parte de una gran familia mexicana cuya tradición es celebrar los grandes acontecimientos con Pozole estilo Michoacán. Ahí le agarré el gusto al guiso emblemático de mi suegra, quien comenzaba su preparación con la debida antelación suavizando el maíz. El resultado era que el grano no sólo se deshacía en la boca sino que te transportaba al Nirvana del pozole. Había que comer dos platos porque el primero era sólo para encarrilarse. Por supuesto acompañábamos el festín con unas tostadas bien doradas y crujientes.
A la hora de la comida, en casa nunca faltan las tortillas recién hechas para “taquear” con gusto los guisos del menú diario. Algunos viernes de “cine en casa”, tampoco nos faltan las palomitas de maíz.
Hoy, mis antojos de domingo están cada vez más alejados del trigo, pues lo que más me hace agua la boca son unos chilaquiles crujientes en salsa verde o unas enmoladas dulces y picositas. Si no se me cumple ninguno de los dos, me consuelo con los tlacoyos de masa azul, rellenos de haba, que ofrece un puesto callejero de mi barrio.
Por fortuna no hace falta esperar al 15 de septiembre para celebrar que somos hijos del maíz. El cereal que América le regaló al viejo mundo es parte de nuestra vida diaria. Está en el ADN de todos y nos hace gritar con mucho orgullo: ¡Viva México!