Es por lo menos una paradoja que, por una parte, observemos celosamente el uso de la lengua en aras de ser respetuosos y empáticos con nuestros semejantes y que, por otra, no disminuyan la discriminación ni la violencia contra cualquier sector de la sociedad de una u otra manera vulnerable (trátese de mujeres, homosexuales, indígenas, niños, ancianos, hispanoamericanos en Estados Unidos, negros, musulmanes, etcétera). ¿Qué sentido tiene que hablemos con tanta precaución si, en nuestra vida cotidiana, somos tan mezquinos y desconsiderados con los demás? ¿No será, más bien, que aparentar empatía y respeto es mucho más fácil que conducirse empática y respetuosamente? Si es así, si decimos cosas tan distintas de las que pensamos en realidad, si en público actuamos de una forma y en privado de otra, entonces el lenguaje políticamente correcto no es sino una manifestación más de nuestra doble moral.
Hace dos años, los integrantes de la banda de rock Café Tacvba anunciaron públicamente que, como muestra de apoyo a la lucha por los derechos de las mujeres, en adelante dejarían de cantar su famosa canción “La ingrata”. Rubén Albarrán declaró: “Ahora sí estamos sensibilizados, sí sabemos del problema, y yo, personalmente, no estoy interesado en apoyar [la violencia de género]. Mucha gente puede decir que es sólo una canción, pero las canciones son la cultura, y esa cultura es la que hace que ciertas personas se sientan con el poder de agredir, de hacer daño”. Para quien no la recuerde, “La ingrata” es la segunda canción del álbum Re (1994), una polca particularmente alegre y animosa en la que un hombre reclama a una mujer porque ella ha pagado con crueldad al amor que él le ha entregado. Al final de la canción, el amante despechado resuelve que la única manera de terminar con su problema es matando a la ingrata:
Por eso ahora
tendré que obsequiarte
un par de balazos
pa que te duela
y, aunque estoy triste
por ya no tenerte,
voy a estar contigo
en tu funeral.
¿Piensa entonces Rubén Albarrán que su canción es de alguna manera responsable de que en México se cometan feminicidios? Con el respeto que me merece, Rubén Albarrán subestima a su público y no entiende su propia obra. Un niño no crece y se convierte en feminicida por escuchar “La ingrata” (ni el reguetón más vulgar y misógino), sino por la educación que le dan su familia y la sociedad, por la violencia de género a la que es sometido día tras día durante todos sus años de formación. De la misma manera, un niño no se vuelve narcotraficante por escuchar al Komander o a los Tigres del Norte, sino por una serie de problemas sociales y económicos que lo llevan a descreer por completo de la legalidad y las instituciones. Pensar que una canción popular determina la conducta es tan estúpido como creer que un lector de la Ilíada va a salir a la calle a matar y violar, porque (perdón por arruinarles la tradición clásica) justamente eso (matar y violar) es la principal actividad de los héroes homéricos. O ¿acaso pensamos que quien lee la Ilíada es un hombre más civilizado que quien escucha narcocorridos solamente porque es más prestigioso el objeto en que busca su placer estético? Lo que vuelve a la Ilíada una de las obras más hermosas que ha erigido la humanidad es que, en medio de esa precariedad sanguinaria, florecen (como una biznaga en medio del páramo) algunos actos llenos de generosidad, valentía, justicia y nobleza (Héctor prefiere morir que dar un ejemplo de pusilanimidad a su pueblo, y Aquiles es capaz de condolerse por el padre de quien asesinó a su mejor amigo).
A pesar de lo que piensen sus propios autores, “La ingrata” es patrimonio de México (de toda Latinoamérica), y no nos la pueden quitar, así como así. “La ingrata” es una canción (digámoslo a la griega) para hacer catarsis, para aceptar un tropiezo en nuestra vida y seguir adelante, y de ninguna manera es exclusiva del género masculino: yo he visto a muchas mujeres (tanto heterosexuales como homosexuales) cantarla a todo pulmón (mejor si hay unos cuantos tequilas de por medio) y recordar al ingrato o a la ingrata que les pagó tan mal. Para eso sirve la música popular: para encontrarnos, liberarnos y reconstruirnos. El pueblo lo sabe muy bien, porque no es estúpido.
Los integrantes de Café Tacvba probablemente no quieren reconocer (porque dudo mucho que no lo sepan) que en “La ingrata” reelaboraron un tópico antiquísimo no sólo de la lírica mexicana, sino de toda la poesía occidental: el hombre que asesina a la mujer amada. La canción “La Martina”, por ejemplo, popularizada en México por Antonio Aguilar y por Irma Serrano, es nada menos que un romance de origen medieval (identificado por Mercedes Díaz Roig y demás especialistas con el nombre de La adúltera), en el que un hombre descubre la infidelidad de su esposa y la mata:
Y la tomó de la mano;
a sus papás la llevó:
“Suegros, aquí está Martina,
que una traición me jugó”.
“Llévatela tú, mi yerno:
la iglesia te la entregó,
y, si ella te ha traicionado,
la culpa no tengo yo”.
Incadita de rodillas
nomás seis tiros le dio;
el amigo del caballo
ni por la silla volvió.
Evidentemente, no todos los elementos de la versión mexicana tienen origen medieval. Algunos sí (como el caballo desconocido que delata al amante o la irrevocabilidad de las órdenes que da la iglesia), pero otros son completamente modernos (como el revólver con el que el marido mata a Martina). Entre los muchos autores que han reelaborado este tópico, se encuentra también Jorge Luis Borges (en el cuento “La intrusa”, la obertura majestuosa de su cuarto libro de relatos: El informe de Brodie). Justamente Borges tiene algo que decir a los integrantes de Café Tacvba: que “lo bueno ya no es de nadie, ni siquiera del otro, sino del lenguaje y la tradición”.
Un caso contrario al de Café Tacvba es el de la banda Molotov, cuyos integrantes han defendido una y otra vez que su canción “Puto”, perteneciente al álbum ¿Dónde jugarán las niñas? (1997), no es de ninguna manera homofóbica. Paco Ayala declaró en una entrevista: “Evidentemente, así se compuso la canción y así seguirá. Sería contradictorio que nosotros, que defendemos tanto la libertad de expresión, cambiáramos una letra o dejáramos de tocar un tema porque se malentendió una vez más el mensaje. Ya hicimos todo lo que se pudo. Nos hemos cansado de decir que la canción está dedicada a la gente cobarde, a la que no tiene el valor de decir las cosas que quiere, y que no tiene ninguna connotación homofóbica, pero parece que a algunos les llama mucho la atención no querer entender lo clara que es la letra”. Y, así como hay mujeres que cantan y disfrutan “La ingrata”, también hay homosexuales que hacen catarsis gritando desaforadamente:
¡Puto, el güey que quedó conforme!
¡Puto, el que creyó lo del informe!
¡Puto, el que nos quita la papa!
¡Puto, también todo el que lo tapa!
Contrasta con la actitud de los músicos de Molotov la de los dirigentes de la FIFA y la Femexfut (instituciones putrefactas de corrupción, no hay ni qué decirlo), quienes se escandalizan de que los aficionados mexicanos acostumbren gritar a los porteros en los saques de meta: “Ehhh… ¡¡¡puto!!!”.
Es cierto que el lenguaje (y más propiamente el discurso) estructura nuestros comportamientos e identidades de manera política. No podemos perder de vista que el español es una lengua de conquista ni que una sociedad poscolonial como la mexicana lo manipula no sólo hasta vaciarlo de su significado, sino que incluso es capaz de hacer, en algunos contextos, que significantes que hasta ayer eran innegociables hoy se carguen de significados opuestos. Como la misma ONU lo ha reconocido, “el desafío es eliminar las causas estructurales de la desigualdad y construir un modelo de desarrollo que esté basado en la igualdad entre mujeres y hombres y en la eliminación de todas las formas de violencia y discriminación contra las mujeres, las adolescentes y las niñas”. La filóloga Concepción Company, miembro de la Academia Mexicana de la Lengua y de El Colegio Nacional, lo ha resumido muy bien: “Cuando las sociedades sean igualitarias estoy segurísima de que los hábitos gramaticales se van a modificar”. Eso sería verdadera justicia y equidad. El reto es mayor: se trata de construir nuevas formas de pensamiento. La lengua que se habla es sólo la superficie, un eco, un susurro o un grito de lo que la sociedad piensa.
Manchamanteles
El pasado 6 de agosto se cumplieron 50 años de la muerte del filósofo alemán de origen judío Theodor W. Adorno, autor de obras como Dialéctica de la Ilustración (1944, escrita en colaboración con Max Horkheimer), Dialéctica negativa (1966) y Teoría estética (publicada de manera póstuma en 1970). Para celebrar este aniversario, la editorial alemana Suhrkamp sacó a la luz en formato de libro un discurso inédito de Adorno, pronunciado el 6 de abril de 1967 ante estudiantes de la Universidad de Viena, en el cual alertaba sobre los peligros de la extrema derecha después del nazismo. El libro, que se titula Aspekte des neuen Rechtsradikalismus (Aspectos del nuevo radicalismo de derecha) y contiene un epílogo del historiador Volker Weiß, resulta particularmente significativo para nuestros tiempos. Como si hubiera sido un profeta, Adorno describe algunas estrategias utilizadas por políticos de extrema derecha contemporáneos, como Donald Trump o Jair Bolsonaro. Al respecto, comenta Volker Weiß: “Adorno siempre se interesó por los mecanismos psicológicos de la sociedad, en particular por el de la agitación. Adorno habla del agitador y del psicoanálisis negativo. Es decir, de que los agitadores hacen como si fueran terapeutas con la tarea, en lugar de destensar y relajar al paciente, de hacer justo lo contrario. Los agitadores buscan puntos de tensión en las personas y los fortalecen”.
Narciso el Obsceno
Las carátulas de los narcisistas siempre están en re/construcción. Quizá por ello planear un encuentro a partir de un punto de vista disímil al que asumen resulta como pretender examinar una partitura con los lentes extraviados.