Por Jeannette Gorn Kacman.
A mi hija Shoshana, que también rema en mi mar.
Acababa de cumplir 15 años. “¿Fiesta o viaje?”, preguntaron mis padres, como se acostumbraba en la clase media alta de aquel país bananero.
Hace mucho quería vagar por Medio Oriente. Fue maravilloso: los olores del mar, las cuevas, donde rompen las aguas turbulentamente calientes.
Visité el lugar donde guardaban escritos los nombres de los muertos en los pogroms. Había muertos distinguidos; me quedé totalmente alterada cuando leí que mi bisabuelo materno era un muerto distinguido de Kiev. La otra cosa que descarnó mi alma fue saberme extranjera en mi propio país. Era mexicana. Cuantas contradicciones: judía, gentil, mulata…
Volví con ese sinsabor de la no pertenencia: nada me arraigaba, nada me hermanaba… Estaba sola porque, aunque hay muchos como yo, no podemos cobijarnos bajo la misma bandera. No hay bandera alguna para los apátridas.
Todo volvió a la normalidad. Regresaba de la escuela un día cualquiera con el calor de siempre, con la pereza de ir por la vida: vivía en un país donde coexistían la poesía y la tiranía. Era la hora de la comida, y todos llegábamos a comer en familia al Volcán de los Retazos, nombre de la tienda de mi papá. Ese día por primera vez me di cuenta de que, frente a la tienda, había un rótulo de neón que decía: Camisería Ahued, y mis ojos traidores buscaron lo que encontré. De pie, a hurtadillas, vi al hombre más guapo, más guapo que el de mis fantasías. Era de una belleza viril indescriptible: su piel que invitaba a tocarla y sus ojos negros como el petróleo.
Fui hechizada y, sin percatarme de que vestía el uniforme monjil perversamente diseñado, crucé la calle. Él ni me miró. No sabía su nombre; me planté frente a él y le dije con una soltura fingida: “¿Me invitas a conocerte?”. Debo aclarar que leí esa frase en alguna novela. Me descubrió ahí en la calle y me dijo como si fuera una sentencia: “¿Eres la hija de Salomón? Niña, regresa a tu tienda, o ¿quieres que tu papá me mate?”.
No me fui. Le di la dirección, fecha y hora en la casa de mi mejor amiga, no sin antes darle un papelito que decía: “Quiero perder la virginidad contigo”, y me fui.
Mi amiga fue cómplice: robamos (no, pedimos prestado) un vestido de mamá, zapatos de tacón, brasier no por demasiado grande, un calzón bikini negro; deseché las medias: las sentí demasiado cursi. Fue una peinadora y maquillista de la mamá de mi amiga. Los aires del destino volaban a mi favor. Su madre estaba de viaje. Cuando me vi al espejo con mis senos medio afuera por el escote, la falta de brasier y el corazón latiendo, supe que esa otra era la verdadera mujer dentro y fuera de mí. Estaba segura de que él no llegaría. “Ah, me falta un chal”, dije al tiempo que se abría la puerta y una voz que invitaba preguntó por mí.
Ahí estaba el árabe. Me miró y, con esa mirada descarada, rompió en mil pedazo el pudor que me envolvía. “¿Nos vamos?”, dijo. Al subir al coche nuestros cuerpos se rozaron, y en la temprana noche el escalofrío me delataba. Subí y me senté juntito a él. ¿Qué otra cosa podría hacer? Con sus ojos que reían en la penumbra me dijo: “¿Adónde, señorita?”. “A la playa”, contesté. “Ahí sólo hay palapas”, me dijo buscando mis ojos. Con un aire de gran conocedora contesté: “Está bien”.
En la playa sin tapujos una luna de caramelo nos miraba. Había estrellas que estaban por esta vez vivas; cantaban una melodía alucinante. Rentó una palapa; pidió chuchecas, ostiones acompañados de yuca.
De pronto saltó como leona mi ansiedad erótica que nunca perdí. Pedía ser hembra. Vi sus ojos carbones. “Hazme el amor”, le dije. “Eres una niña”. Lo dijo casi gritando. “No importa”, respondí: “quiero regalarte mi virginidad; pon tu sello en mi cuerpo; él se quedó mirándome largamente. “No sé tu nombre”. “Anushka”, le dije al mismo tiempo que me desvestía y me acostaba en un petate. Se me echó encima de tal modo que el universo árabe y el judío se fundieron para siempre…
Él no era un joven. Para mí era un señor treintón. A su favor debo decir que era el soltero más codiciado de esa aldea hermosa donde nací.
Ahí él dio forma a mi cuerpo (conocí el amor que trasciende a la muerte), esculpió mi alma y con sus besos se apoderó de mí. Entre la arena, el olor a perfume y mi sincera inocencia que se entregaba sin ambajes, él me entregó su cuerpo; yo le di mi tiempo: ayer, mañana, hoy…
Entre invenciones eróticas nuestros cuerpos domados por la pasión vivieron años, minutos en el bienestar del sexo libre… Voló el tiempo: a escondidas escapando en la noche, inventando placeres, fui feliz espiritualmente. Lentamente se fundieron los espíritus que vagan.
Era martes. Regresé a las cinco de la tarde. Vi el coche de papá; era inusual que llegara tan temprano a casa. Lo vi despidiéndose de un señor de mirada cálida. Entré a casa; él me abrazó. “Hija, acabo de pactar tu compromiso judío; te casarás muy pronto…”.