Existe un tipo de solidaridad que desborda prejuicios sociales, que no necesita subordinar para existir, que permite construir y reconstruir, que acompaña más allá de una expresión de apoyo. Me refiero a una acción específica de escucha y diálogo íntimos en lo individual y lo colectivo, a ese pacto que sólo se puede lograr entre mujeres.
No se trata de una empatía natural suscrita al sexo femenino, se trata más bien de la capacidad de desmontar esa “imposibilidad” de hermandad entre mujeres, que es por cierto, uno de los múltiples estigmas sociales que han contribuido a la subordinación histórica hacia las mujeres.
Este pacto entre mujeres no sólo es una acción de empatía en el que se configuran ideas y afectos determinados, es sobretodo una estrategia política, responsable de desestructurar algunas de las facetas de la desigualdad entre hombres y mujeres. Si bien es cierto que a lo largo de la historia también han existido hombres aliados de la lucha por la erradicación de esas ideologías hegemónicas patriarcales, es necesario reconocer que esa alianza tan específica entre mujeres, se ha convertido en la metodología para reconocer y abordar las necesidades e intereses en común que han resultado en acciones políticas de transformación.
De acuerdo a la antropóloga feminista Marcela Lagarde, este pacto reconocido por el feminismo como sororidad, es una dimensión ética, política y práctica del feminismo contemporáneo. Es una experiencia de las mujeres que conduce a la búsqueda de relaciones positivas y a la alianza existencial y política, cuerpo a cuerpo, subjetividad a subjetividad con otras mujeres, para contribuir con acciones específicas a la eliminación social de todas las formas de opresión y al apoyo mutuo para lograr el poderío genérico de todas y al empoderamiento vital de cada mujer.
Sin embargo, sabemos que el machismo y la misoginia como el soporte de la violencia hacia las mujeres, no sólo han formado subjetividades masculinas, también constituye las subjetividades femeninas; y es precisamente ahí donde se encuentra el reto más grande para la sororidad. Ser capaces de reconocer los rasgos de misoginia que nos forman, en un sistema donde todo eso se encuentra normalizado, es un acto que implica informarse, desmontar y eliminar el sexismo cultural que nos habita. Y sobretodo, como apunta Marcela Lagarde, las mujeres necesitamos tener una mirada compartida, ser conscientes de los mecanismos de poder que operan en las relaciones de género, y a partir de eso, ser capaces de construir el respeto a la dignidad de la otra.
Requerimos dejar de ser aliadas del patriarcado para posibilitar la identificación de los verdaderos obstáculos; lo que significa decidir abandonar la misoginia como ideología y como práctica, además de luchar para que se abandone en todos los ámbitos y usos; así como respetar la lucha política de las otras mujeres; no usar la misma postura que usa el patriarcado para juzgar y obstaculizar la vida pública y privada de las mujeres. Estas acciones exigen una voluntad política de género, que posibilita la representatividad de las mujeres. Implica preguntarnos ¿qué sería de las mujeres sin otras mujeres? y en la respuesta hallar las bases para una metodología que nos conduzca como colectivo hacia la igualdad social entre pares y sobretodo frente a los hombres.