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«SALA DE ESPERA» Algo serio

 

En México, bajo el sistema totalitario priista (1929-2000) no fue ninguna novedad que la política económica gubernamental fuera controlada por el Presidente de la República en turno. La sorpresa hoy es el regreso triunfante de ese modo de gobierno rancio y autoritario que convierte al titular de Poder Ejecutivo Federal en un ser todo poderoso, una especie de dios o, al menos, representante de la divinidad.

De 1960 a la fecha, no vayamos más atrás, los secretarios de Hacienda mexicanos siempre han sido personas notables en su área, reconocidos en México y a nivel internacional, tanto por sus colegas como por las instituciones financieras mundiales. Es cierto, no han sido perfectos y en la inmensa mayoría de las ocasiones han tenido que aceptar las órdenes de su jefe, estuviera o no en lo correcto, buscando acercarse a la ortodoxia económica en lo que se pudiera. Quizás, los hechos así lo dicen, del 2000 al 2018, los secretarios de Hacienda mexicanos contaron con mayor libertad para el ejercicio de su encargo y consiguieron algo parecido a la estabilidad económica. También la autonomía del Banco de México fue elemento clave en ello.

Son muchos lo que han dejado su cargo durante el periodo de su ejercicio, por diferentes razones, pero sólo dos han sido removidos (“renunciados”) por negarse a aceptar las directrices de la política económica impuestas por su Presidente de la República, su jefe. Uno fue, se ha recordado, Hugo B. Margaín en 1973 en el sexenio de Luis Echeverría y el otro, pues Carlos Urzúa, apenas siete meses y medio del actual gobierno.

De acuerdo con el texto de su carta de renuncia, Urzúa le dijo en resumen: “no” al presidente Andrés Manuel López Obrador. Esto es imposible en el México del viejo PRI más viejo.

Todos los secretarios de Hacienda, y muchos mexicanos más, saben que tienen como responsabilidad administrar el erario, el dinero público, el dinero de todos los mexicanos, que muchos creen que es el dinero del gobierno, para conseguir un mejor país y una mejor calidad de vida para sus habitantes. No es una tarea fácil.

Veamos: el dinero de cualquier gobierno, el erario de México y del mundo, proviene esencialmente de las aportaciones económicas de sus gobernados: impuestos (contribuciones se les llama todavía por ahí en algunos pueblos) de todo tipo; deuda externa y deuda interna y, en menor medida, del cobro y de servicios públicos y derechos, (agua, luz, predial, pasaportes, actas de nacimiento y defunción, documentos escolares, pago de peajes en las carreteras, etcétera). Con esos recursos (entiéndase que se recurre a las deudas externa e interna, cuando las contribuciones de los gobernados son insuficientes para los proyectos gubernamentales) se elabora cada año un presupuesto de ingresos (haberes) y un presupuesto de egresos (gastos) para invertir, para pagar a la burocracia, para los programas sociales, para apoyar a la educación, la cultura y las artes, para la salud pública, para generar empleos, construcción y mantenimiento de infraestructura de todo tipo; todo lo que gasta el gobierno.

Bien, esto tan complicado es muy sencillo. Los mexicanos, hombres y mujeres, lo hacen todos los días en sus casas. Saben que no pueden gastar más de lo que ganan, que hay que pagar renta, agua, teléfono, luz, gasolina, transporte público, libros y cuadernos, comida, medicinas, arreglar la chapa de la puerta o pintar una pared, el jabón para lavar, y ni modo tienen que recurrir a las tarjetas de crédito para salvar, la semana, la quincena o el mes; saben que no pueden sobrepasar su nivel de crédito porque las deudas los ahogaran; saben que tienen que gastar en lo esencial y lo necesario, en ese orden, y que no pueden dar “domingos” (mesadas) estratosféricos (en volumen) a sus hijos porque su presupuesto no les alcanzara. Ahora, imagine esta situación a nivel nacional; esto es lo que hace un secretario de Hacienda: debe ajustar los gastos a las entradas.

La máquina de imprimir dinero, que no es ni hipotética ni ilusoria, también existe. Pero a lo largo de la historia ha demostrado no sólo su ineficacia, sino su inutilidad, cuando su producto no tiene respaldo. El dinero, las monedas y los billetes, debe estar sostenido por la producción para ser moneda de cambio, de truque, pues, como hace cientos o miles de años. No hay de otra. La producción y su mercado sostienen las monedas, los billetes. Cuando no ocurre así, los billetes y las monedas no valen; échele una vista a la historia y veo lo que pasó en la Revolución mexicana cuando cada grupo presuntamente revolucionario emitía su propia papel moneda para pagarles a sus “soldados”. Y luego los vivimos con la hiperinflación de los años setenta y los ochenta.

Como ha quedado claro desde siempre, y a manera de advertencia, el escribidor no es experto en nada y menos en economía. Por eso siempre recurre a sus amigos que sí saben.

Hace algunos meses compartió la mesa con un amigo que sí sabe de economía, de historia y hasta de ingeniería y de química, entre otras de sus gracias. El escribidor preguntó por Carlos Urzúa, ya perfilado entonces como el secretario de Hacienda del gobierno federal entonces por venir.

El comensal respondió: es un buen tipo, decente; lo conozco y, aunque no estoy de acuerdo con que se sume al nuevo gobierno, me parece sensato; podría ser una garantía. El escribidor no usa las comillas porque está resumiendo e ignora si su fuente estaría de acuerdo con lo que cuenta.

Su amigo dijo que Urzúa era un tipo en el que se podía confiar, que tenía sus creencias en la economía y que difícilmente las traicionaría en aras del poder político.

Y sí, Urzúa (a quien el escribidor no conoce ni de lejos) es un tipo de confianza. Acertado o equivocado en sus creencias económicas (que eso lo digan los expertos) las respetó, las puso por delante y se enfrentó nada menos que el Señor Presidente de la República y, por supuesto en este sistema priista resucitado, perdió su cargo, que no su dignidad. Esto en México es mucho, en serio.

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