A veces pensamos que entre los antiguos mexicanos todo era rigor y sacrificio. Y sin duda el carácter que trasmiten los testimonios recabados en las crónicas de la conquista y las misionales es de gravedad; y aún hoy en día muchas de nuestras celebraciones cívicas y religiosas son tremendamente solemnes; y los murales de Diego Rivera en Palacio Nacional abonan a crear una imagen mitificada muy seria de nuestro pasado.
Sin embargo hoy en día cualquier fiesta con mexicanos parece contradecir la idea de que a lo largo de los siglos fuimos y somos siempre serios. Y a pesar de que el calendario ritual de los antiguos nahuas describe una mayoría de fiestas solemnísimas también existen las excepciones, como Tecuilhuitontli, “la fiestecita pequeña de los señores”. ¿Cómo era esta “fiestecita”? Imaginemos el apogeo de las lluvias en el verano. Las milpas crecen y no hay trabajo pendiente en ellas. Los niños están de vacaciones. La presión cotidiana se afloja y todos se relajan. Es el tiempo de disfrutar y divertirse. En el campo a los lados de los caminos crecen flores de colores: blancas, amarillas, moradas, rojas, azules… Y la gente se entretiene en hacer ramos, decorar con ellos sus patios y cuartos, de salir a pasear por el pueblo o la ciudad engalanados, de encontrarse a otros y obsequiarse flores unos a otros. Por esto también se le decía Tlaxochimaco a la fiesta, “que quiere decir repartimiento de rosas, fiesta de las flores”. Hoy en día pervive el amor a ellas y los viveros y jardines botánicos organizan ferias florales pues el deleite que provocan es el favorito entre muchos.
En tiempos prehispánicos la fiesta de las flores tenía también una expresión de clase, pues la minoría privilegiada aprovechaba para mostrar la forma exquisita en que ellos gozaban de los deleites sensoriales. Sus casas y sus personas se ornamentaban con una selección exquisita de flores raras, únicas, en ramos copiosos cuidadosamente seleccionados. Olfato y vista quedaban con ello colmados de placer.
Y durante esta veintena consagrada a los deleites no podían faltar los eróticos. En estos días se podía ver en las plazas de la gran ciudad a las amantes de los señores, que salían de la casa chica para mostrarse públicamente aderezadas con guirnaldas de orquídeas y coronas de atlatzonpillin rojas que colgaban de sus cabellos.
Los vecinos no podían evitar el asombro por la belleza y sensualidad de esas mujeres con los ojos sombreados con ceniza molida y los labios colorados con achiote. Caminaban por el mercado y por el tianguis para hacer compras suntuosas: flores, frutas, plumas de aves, pieles de animal, cerámica pintada y joyas. Presumían todo lo que su señor decidía gastar en ellas y que correspondían con caricias y besos pasionales.
Recorrían el paseo del canal oriente por donde llegaban las canoas llenas de mercancías vistosas al embarcadero. Se sentaban juntas entre amigas a la orilla del agua sobre paños blancos que las hacían relucir. Se presumían entre ellas sus vestidos bordados. Los hombres les soltaban piropos al pasar en las barcas. Y cuando caminaban en séquito, las seguían para recitarles poemas cantados.
Hacia la tarde todas esas bellas mujeres regresaban una a una a su hogar, a la casa chica. Al refugio de placeres de los señores concupiscentes. A llevar esa vida discreta pero apasionada. Consagradas a explorar los límites del gozo a través de su cuerpo. Y portando aún las guirnaldas de flores engarzadas, esperaban a que su señor las visitara y le pudieran presumir sus compras y contarle los piropos de otros hombres para excitar su celo y encender el deseo. Quizás esperando a cambio alguna de las joyas recibidas por él en alguna de las visitas de esos días.
O que llegara con un itacate de comida fina y deliciosa. Para degustarla después de retozar desnudos. Y ahí, en la casa chica, los señores preservaban intacto su derecho a vivir el placer, la intimidad y el amor que el destino les tenía vedado.
Tlaxochimaco, la fiesta de repartir flores es el símbolo que los antiguos mexicanos dieron a lo placentero. Es el testimonio en el tiempo del código del gusto y el lujo que los mexicanos privilegiados mantienen a través de los siglos como parte fundamental de su idiosincrasia. Y aunque las flores se han desplazado por otros objetos de culto, persiste en esencia el gusto por atesorar y presumir las cosas bellas y cuidadas. Desde luego pervive la cortesía y el obsequio como muestra de aprecio, amistad y también de poder. Y finalmente la determinación por mantener vivo el instinto erótico por sobre las buenas conciencias. Tlaxochimaco es el vigor, el deseo y el buen gusto mexicano que se mantienen plenos.