Por MARISA IGLESIAS
A Guillermo del Toro lo conocí vomitando. Tal cuál. Era el verano de 1990. Muy temprano una mañana, desayunábamos en el improvisado comedor de un set de la película Cabeza de Vaca, en los primeros días del rodaje en San Blas, Nayarit, cuando se escuchó un grito dirigido al director, Nicolás Echevarría: “Nicooooo, ¿está bien así?”. Era un chavo gordo que revolvía algo en un recipiente, sentado en el suelo como un joven Buda güero, del otro lado del mosquitero. Se lo llevó a la boca y, acto seguido, vomitó. Era Guillermo. Tenía a su cargo el maquillaje de efectos especiales y quería verificar la verosimilitud del brebaje que Álvar Núñez Cabeza de Vaca, el conquistador-conquistado, protagonista de la película, en alguna secuencia de ese día habría de vomitar. La escena asesinó momentáneamente el desayuno. Pero segundos después, él mismo lo resucitó con otra bala: “¿Funciona si o no, cabrón?”. Silencio. Risas. Y vómito aprobado.
Durante los siguientes dos intensos meses de rodaje Guillermo brilló desde su modesta función. Con brillo y con brillantez. Era, desde entonces, un personajazo.
Un par de años después, leí el guión de Cronos, su primer largometraje, y quedé deslumbrada. Más tarde supe que yo misma trabajaría en la película. La producción había contratado a otro proyecto recién nacido del que yo formaba parte, ‘El Milagro’. Daniel Giménez Cacho y Tolita Figueroa participarían, él como actor, ella como diseñadora de producción. La sede de ‘El Milagro’ en Milán 18, en la entonces ruinosa Colonia Juárez, se convirtió en la oficina de la producción de Cronos. La casa había albergado durante años a la que fuera la primera galería de arte de la ciudad, la Galería de Arte Mexicano. Ahí, Tolita, Daniel, Lorena Maza, Genoveva Petitpierre y yo empezábamos a preparar el lanzamiento de un bar que financiaría el proyecto eje de El Milagro: un teatro y una editorial especializada en dramaturgia. El fin, anhelábamos, debía justificar a los medios. Años después, lo hizo. Ahí están hoy el teatro y la editorial. Pero imposible no honrar al medio, que fue un éxito en sí mismo y le puso lo suyo a las noches chilangas de los 90: el Bar Milán.
Ahí, en la planta alta de Milán 18, recibimos con tangos a Federico Luppi, el legendario actor argentino que había aceptado protagonizar la película de un director mexicano debutante. Y sin mayor ruido, a quien se volvería su actor emblema, Ron Perlman: el mítico Hellboy. Del Toro tenía, desde entonces, una audacia apabullante y un instinto poderosísimo, que suplían, con mucho, su poca experiencia como director. Y una vasta cultura cinematográfica. Y un liderazgo natural y empático. Y un humor y una agudeza gozosos e inagotables. El estreno de Cronos, en 1993, lo puso en el radar internacional y en su CV se fueron acumulando nueve películas producidas y filmadas, siempre, fuera de México.
Casi 30 años después, en marzo de 2018, cubrí para Imagen Noticias las Master Class que Guillermo impartió en el Festival de Cine de Guadalajara, con sus dos Óscares por LA FORMA DEL AGUA en cada mano. Fue fascinante. Un cincuentón gordo y canoso, relajado, malhablado, irreverente. Poseedor de un arsenal impactante de recursos y referentes literarios, cinematográficos y de información. Y de la deliciosa incorrección política que estaba en sus genes desde siempre. Riguroso al límite en su método. Impaciente ante las preguntas o comentarios fuera de lugar de los asistentes. Pero siempre generoso. Crítico agudísimo, analista filoso, opinador radical. Cabrón. Pero entrañable. Siempre entrañable.
El 24 de mayo ofreció pagar 12 boletos de avión de ida y vuelta a Durban, Sudáfrica, para que estudiantes mexicanos de primaria y secundaria, víctimas de los recortes de la 4T a la ciencia y la cultura, pudieran viajar a la Olimpiada Internacional de Matemáticas. El 20 de junio, tras enterarse que habían quedado en primer lugar con dos medallas de oro y dos de plata, Del Toro sintetizó su alegría escribiendo dos frases en su cuenta de Twitter: “¡Qué chido! ¿Qué suave!” Al leerlo, sonreí. Me quedó claro que treinta años después, Guillermo era el mismo que conocí vomitando desfachatadamente un falso vómito creado por él en el set de una película. Y que treinta años antes, yo había intuido de golpe, ante esa escena, su fantástica libertad creativa. Hoy es, quizá, mi mexicano favorito.