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«DOLCE ÁLTER EGO» Consume frutas y tomates

 

Si bien el viernes pasado el Gobierno mexicano logró un acuerdo para posponer los aranceles que Trump pretendía imponer a todos los productos mexicanos a partir de esta semana, los productores mexicanos de tomate enfrentan –desde mayo pasado– un arancel de 17.5 por ciento sobre sus exportaciones a Estados Unidos.

Ello, debido a que el Departamento de Comercio de ese país eliminó la aplicación del acuerdo que, desde 1996, suspendía la investigación antidumping sobre la exportación de nuestro tomate.

Las afectaciones por este hecho han llevado a los productores del tomate rojo, principalmente en Sonora y Sinaloa, a dejar de exportar en casi un 50 por ciento.

A un mes del pago de este impuesto, el producto ha comenzado a encarecerse para los consumidores estadounidenses, con la posibilidad de alcanzar hasta 40 por ciento de aumento. Y, aunque continúan las negociaciones entre los productores nacionales y la Cámara de Comercio de Estados Unidos para mantener el acuerdo de suspensión del antidumping –con la intermediación de la Secretaría de Economía–, de continuar el impuesto la oferta nacional de tomate aumentaría y, por lo tanto, se abaratarían los precios para nosotros.

Lo cierto es que Estados Unidos no produce más de 30 por ciento de su requerimiento anual del producto, por lo que la industria alimenticia del vecino del norte depende mayormente de nuestra producción, un hecho que alienta esperanzas en la renovación del libre comercio.

Imagine usted por un momento cómo afectaría a nuestra dieta diaria el hecho de que, de un día para otro, nuestro preciado “jitomate” se encareciera 40 por ciento. ¿Habría arroz rojo con chícharos y zanahorias en todas las fondas? ¿Cenaríamos los hoy sencillos y cumplidores molletes con “pico de gallo”? ¿Condimentaríamos nuestros tacos de bistec con una salsa verde de chile de árbol? Probablemente no.

Y es que el tomate que hoy nos parece un alimento modesto e imprescindible para nuestros platillos, un día fue catalogado como la “manzana del amor” por los franceses, debido a las “propiedades afrodisiacas” que le atribuyeron los farmacéuticos del siglo XVI, tras su llegada al viejo continente.

Al parecer, las primeras semillas de tomate fueron llevadas a Europa por los navegantes españoles y portugueses. En España, el fruto fue empleado muy pronto para preparar salsas. Mientras que en otros países del continente permaneció mucho tiempo sólo como planta de ornato, hasta que logró imponerse en Francia en las épocas de hambruna. Hay escritos que constan que desde 1740 ya era bastante común cocinar con jitomate.

La transformación más importante de la cocina europea se dio a partir de la introducción de los alimentos americanos que cambiarían –en adelante– no sólo su dieta y su nutrición, sino su gastronomía.

¿Se imagina usted a la cocina italiana sin nuestro tomate? Simplemente no existirían la pizza, ni la lasaña o la boloñesa, el ragú y la bruschetta. O, cómo conceptualizar a la pastelería europea sin nuestra vainilla y nuestro chocolate? Imposible, ¿verdad?

También en Asia nuestro tomate fue cultivado y aceptado desde el siglo XVII. Irónicamente, fueron los estadounidenses quienes tardaron más tiempo en aceptarlo, ya que lo veían con desconfianza debido a su parecido con algunos frutos venenosos. Hoy no pueden vivir sin él y de hecho, producen variedades con las que nosotros no contamos, de colores amarillos, morados, anaranjados y hasta sangrientos que lucen hermosos en sus mercados orgánicos de fin de semana y saben delicioso en ensaladas y sobre quesos blandos.

Pero la industria del kétchup y del cátsup aún necesita de nuestros jitomates para coronar las hamburguesas del pueblo americano, sin distinción de republicanos o demócratas.

Ojalá que nuestros tomateros dejen de ser moneda de cambio para Trump y que pronto, muy pronto, puedan vender libremente nuestras “manzanas del amor” del otro lado.

Mientras, yo les pido que “consuman frutas y tomates”.

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