«PUEBLO DEL SOL» ¡Y cayó el agua! - Mujer es Más -

«PUEBLO DEL SOL» ¡Y cayó el agua!

 

En el cielo azul, en el horizonte amarillo del amanecer aparece una y otra vez la nube. Es blanca, parece espuma de la jícara que bulle. Pero se pierde: se hace trozos, vaga aquí y allá y desaparece. Por la noche sopla el viento frío y se vuelve a juntar. Y así de mañana está otra vez la nube en el firmamento. Y es volver a empezar: se esconde, se deshace, deja de estar. Hasta que un día no se pierde. El viento sopla  y el sol camina, pero la nube permanece junto a la montaña. Y después de la noche la nube se hace más grande. Y como engorda, pues ya no se mueve. Todos los amaneceres aparece ahí, ya como espuma derramada que vence a la jícara. Y yo digo: ¿Es que eso está bien? ¿Es que hay provecho que la nube esté ahí junto al cerro desparramándose y nada suceda? Y respondo que no. Que algo hay que debe hacerse.

Y entre los macehuales veo que brota la angustia. Y ahí están viendo la nube en la montaña y a sus milpas crecer. Y veo a Centéotl, el muchacho delgado que quiere crecer. Y sus pies se hunden en Coatlicue la madre. Y quiere meter más sus dedos y sus talones para lograr después más altura. Porque sin pies firmes y hundidos en la tierra nada puede crecer. Así que empuja y empuja en el surco pero la tierra está seca y parece piedra. Y Centéotl llora por el agua. Y Coatlicue se enoja y lo regaña: ¿Así eres tu mi hijo? ¿Lloras porque mi entraña es dura y seca? ¿Acaso no te he parido? ¿Acaso no has brotado de la semilla que fue depositada en mi? ¿No ha sido mi calor y mi humedad las que te hicieron germinar? ¿No fue en mi falda amplia y obscura que un día la semilla quedó para hacer tu raíz  y crecer como pequeña pluma de Huitzilin en mi manto con el verdor del jade? ¿No has chupado de mi el rocío de la mañana? ¿No has crecido gracias a mi entraña de barro? Ahora te quejas porque ya creciste. Ya tienes talle. Eres vara que no se dobla. ¿Pero lo serás? ¿Y si un día Tláloc te hace padecer frío o vierte hielo en rocas diminutas sobre tu corola ¿lo soportarás? ¿Serás valiente? ¿Serás grande? ¡Oh mi hijo, mi niño! No lo se. Y mi corazón de tierra sufre por ti y por mis hijos que comen de ti.

Y yo me río. Pienso qué tonta mujer y que tonto muchacho. Sienten la fortaleza de la casa hecha de piedra y lodo. La arrogancia del águila que toca la nube y mira la tierra que cree abarcar. Que desafía los cielos y mira hacia abajo hasta encontrar a su presa. O como el venado presumido de los cuernos de árbol, que come nervioso por los bosques y se cree elegido por el sol por su piel amarilla y brillante. O la astuta serpiente que cava su madriguera y esconde los huevos de su progenie. Si, todos son de Coatlicue, la de falda de serpientes, la que engulle las calaveras hasta hacerlas polvo seco. Y ahí está la tierra, pariendo, engendrando, regañando, educando…

Y veo brotar sangre de las orejas de las niñas y del quiote de los niños. Y la sangre toca la tierra y el agua exigua de la laguna. Y a la niña la veo también, y sangra de la garganta y pierde gota a gota su vida. Mancha su vestido, el huipil blanco del centro se transforma en el rojo de Cihuatlampa, del occidente donde muere el sol al atardecer. Y ya seca de sangre ella muere. Y desesperados los hombres la arrojan donde el agua se arremolina. Y así ella aparece ante mi con su cuerpo inerte. Sus semillas ya están enjutas, ha perdido la tez suave de su juventud; poco a poco se vuelve Miquiztli, calavera. Y veo la desgracia de sus pechos secos y sus muslos desvanecidos. ¡Ay parece Coatlicue la del rostro de calaveras! La de la falda de serpientes enroscadas sin fin. La inmortal. La débil, la alejada del cielo brillante. La humillada que no puede llorar pues ha quedado seca de todo lo que parió. El útero enjuto, la sangre seca, el grito desesperado que no tiene lágrimas porque ya no hay chalchihuites en su vestido. Es el surco seco por el que las culebras se escabullen y se entierran huyendo del calor del cielo, que ya no saben a dónde ir. ¡Ay! Pero en la tierra no solo hay cuatro, sino cinco. Y estoy yo, el deseado, el necesario, el amado, el que hace llover.

Y tomo la lagartija y la piso con mi pie húmedo, mientras que el viento sopla para limpiar mi camino. Y ahí voy yo. Y de la lagartija aplastada sale la culebra de plata, el rayo. ¡Ay, si es tontita la serpiente que creía esconderse de mi! Y la tomo con mis manos de escamas hasta sacar su lengua fulgurante. Y entonces apuntó a la nube gorda y la punzó con fuerza. ¡Ay nube gorda! Así te quería ver: como una olla rota incapaz de contener el venero de mi voluntad. Soy lluvia, broto de la hendidura que yo mismo he hecho en la nube blanca del cielo.

Y me derramo desde el cielo por la montaña. Los hombres no lo creen. Sus narices por fin huelen la maravillosa entraña de la tierra mojada de mi, de mi simiente. Y con todas las gotas que riego por su manto y su falda la humedezco y así sacio sus ganas de mi. Pues vuelvo  a llenar sus cavidades con agua del cielo. Y su piel se vuelve jade precioso y su hijo Centéotl, el de la barbilla dorada, y el talle erguido no deja de desplegar una a una sus hojas verdes hasta mostrar los jilotes que e crecen por su cuello.

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