Por Soren García-Ascot
Desde que las mujeres de mi generación hace un par de años se armaron de valor y decidieron abrir y compartir sus historias de acoso en las redes sociales frente al movimiento que surgió en Brasil y se extendió a América Latina, y que culminó con distintas manifestaciones en las calles dentro del marco de la Primavera púrpura, se despertaron en mí sentimientos de indignación, de miedo, de fragilidad. No es que no supiera que todas y cada una de las mujeres hemos de alguna forma u otra vivido situaciones de acoso, desde miradas lascivas en la calle hasta violaciones, sin embargo leer los testimonios de mujeres queridas y cercanas tuvo un impacto muy fuerte en mí. Mis hijos estaban entonces atravesando la pubertad y me resultaba inevitable pensar que pronto se enfrentarían al universo erotizado de interacción y seducción. Tantos testimonios de acoso reafirmaron mi creencia de que habría que sensibilizarlos sobre la importancia del autocuidado, además del cuidado y respeto a los otros. Sobre ese eje cimenté mi acompañamiento a su proceso de convertirse en adolescentes.
Hace aproximadamente un mes en mi consultorio apareció como un tema recurrente, entre chicos y chicas jóvenes, el cuestionamiento de las formas de interacción entre chavos. Ellas tratando de encontrar la fuerza y la voz para parar conductas que las hacen sentir inadecuadas, controladas, amedrentadas. Ellos, buscando la brújula para no pasar la línea al expresar el deseo sexual hacia las chicas, reconociendo la réplica inconsciente de patrones machistas que ni siquiera se habían cuestionado hasta que alguien se los señaló.
Y hace un par de días, apareció en Instagram una página con denuncias anónimas de chicas adolescentes, todas ellas de escuelas activas, (a las que asisten varios de mis consultantes, mis hijos y también hijos e hijas de amigos, amigas y/o conocidos), gente afín en ideas y valores.
En esta página aparecieron y fueron sumándose por minuto, fotos de jóvenes varones junto a la descripción de la forma en la que violentaron, acosaron, atropellaron, amedrentaron y en los peores casos violaron a todas las chicas que anónimamente se animaron a compartir sus historias.
Son muchos los aspectos que me asustan (por no decir aterran) de lo que leo en esas denuncias: que suceda en espacios que tanto nosotros los adultos a cargo, como los mismos jóvenes deberían considerar seguros y por lo tanto poder sentirse cuidados y contenidos dentro de ellos; que los acosos sean entre amigos y conocidos, es no solo triste e indignante sino alarmante pues genera una sensación de desconfianza absoluta, que se suma al temor con el que ya vivimos las mujeres en este país por salir a la calle, por movernos en el espacio público. ¿Ahora resulta que en la intimidad de sus vínculos y redes sociales más cercanas, que se convierten en su principal referencia y lugar de pertenencia, también son vulnerables?
Alarma la cantidad de denuncias en las que las chicas reportan haber bebido en exceso, haber estado drogadas, inconscientes, no recordar si quiera lo que les pasó. Es terrible pensar que fueron ultrajadas y violadas mientras ellas no tenían control sobre su cuerpo ni sobre su voluntad.
Me impacta leer en más de uno de esos testimonios cómo las chicas describen haberse hecho las dormidas mientras algún chico las toqueteaba para su propio placer, ante la sensación de indefensión absoluta. Pone los pelos de punta que no haya sido para ellas opción decir que no, pedirle al agresor que parara, levantarse e irse o incluso gritar y pedir ayuda. Y mientras ellas simulaban dormir los chicos seguían toqueteándolas, metiéndoles los dedos en la vagina, masturbándose, aprovechando el hecho de que no hubiera respuesta alguna, sin importarles si lo disfrutaban, qué digo si lo disfrutaban, sin importarles siquiera si estaban conscientes o no. La representación exacta de la mujer como un objeto.
Yo también fui adolescente rodeada de chicos y chicas de la edad, todos buscando experimentar con sustancias, explorando las relaciones con los pares, descubriendo la sexualidad. No me asustan la inquietud, la apertura, el impulso, la diversidad, la exploración, ni siquiera las drogas o el alcohol. Lo que alarma es que suceda hasta el punto en el que los adolescentes pierden control y consciencia del autocuidado esencial, poniéndose en riesgo a ese nivel.
Son tantos los temas que surgen a partir de estas denuncias: la urgencia de revisar y de construir los mandatos de género entre los jóvenes, la educación sentimental en la que todavía algunas mujeres y hombres se confunden entre decir que no y negarse en la ambivalencia para hacerse interesantes, “para darse a desear”; lo que cuando no es consensuado es acoso, la sexualidad, el consumo de sustancias hasta el punto de perder la consciencia y los riesgos que esto implica, la urgencia de encontrar nuevas formas de relacionarse entre jóvenes en donde imperen el autocuidado y el cuidado a los otros.
Qué importante que estas chicas hayan encontrado la forma de darle voz a tantas historias de acoso, abuso y violencia, ojalá que ante lo evidente que es que estos temas se trabajen con los adolescentes, esto suceda dentro de las familias, en las escuelas y otras redes de pertenencia y apertura para ellos. Que tanto hombres como mujeres jóvenes tengan la oportunidad de reflexionar al respecto, de cuestionarse sobre los efectos de estas conductas y tomar una postura clara que repruebe la violencia sobre todas las cosas.