Por MARISA IGLESIAS
No entro al debate de si Yalitza Aparicio es o no actriz. O de si se está representando a sí misma. Mucho menos al de la tristísima descalificación clasista. Yalitza tiene una capacidad de comunicar poderosísima. Da igual si habla o si calla, si es feliz o si sufre. Yalitza es emoción químicamente pura. Y complejidad actoral nata. Es enorme, gigantesca, en la pantalla. Y Alfonso Cuarón lo intuyó y puso Roma en sus manos.
Roma es México a principios de los setenta, sí. Pero Roma es el mundo, siempre. Cuarón fue generoso cuando dijo que Roma eran Yalitza y Marina. Sin duda, ellas son la película. Y los niños y El Borras y Fermín. Pero Roma es, por donde se le vea, por donde se le sienta, Cuarón. Sus recuerdos de infancia convertidos en materia universal.
Roma es la frontera. Lo ajeno, lo diverso, lo que no somos. Pero a la vez es el puente, el espejo. Y Roma es mujer.
Roma es Cleo. Y su amor y su soledad. Cleo ama a unos niños que no son suyos. Cleo ama a un hombre que la abandona. Cleo ama a una mujer que le da órdenes, regaños, consejos, responsabilidades. Casa y comida. Y familia. Pero Cleo, ama.
Roma es Sofía. Y su soledad y su amor. Sofía tiene que asumir su soledad. El hombre que ama la ha abandonado. Sus hijos dependen de ella, su madre depende de ella, su casa depende de ella. Y una joven que lava la ropa, sirve la comida y limpia la mierda del perro, depende de ella. Y cría a sus hijos y es familia y comparte su carga. Pero aún así, Sofía está sola.
Roma es Sofi, la dulce niña que reza en español y canta en mixteco una canción de cuna antes de dormir. Roma es Toño, el adolescente respondón, el único que constata la traición del padre. El primogénito. El intenso. Roma es Paco, el intuitivo, el sensible, el que sabe que algo anda mal. El único que llora al recibir la noticia del divorcio. Y Roma es Pepe, el adorable niño de Cleo. El que altera los tiempos verbales para “ser grande” en pasado. El que juega a estar muerto. El que pregunta por qué llora su nana, y le soba la panza y se abraza a ella cuando la siente sufrir. Pepe es SU niño. No lo es, no lo será nunca, el que ya crece en su vientre.
Cleo y Sofía viven a solas y a su modo el dolor. Sofía grita, golpea, se exaspera, se emborracha, pide ayuda. Cleo se ensimisma, se ausenta, se aísla. En la soledad –en sus soledades- se miran, se acompañan, se conduelen. Y se fortalecen, sin hacer mucho ruido. Dos mujeres distintas que en el proceso del abandono acaban por descubrir que han perdido el miedo. Es un viaje, como el que hacen en la película. Un viaje en el que, por fin, exorcizan sus demonios. Y del que vuelven curadas.
Y vuelven a la brutal cotidianeidad. A su casa, que lo es de ambas. A sus responsabilidades y deberes. A la familia, que lo es de ambas y a la que ambas se han asido para sobrevivir. Vuelven al amor. Amor es… como esos niños desnudos, tan setenteros, en la camiseta de Fermín, cuando apunta con una pistola a Cleo y a ella se le rompe la fuente mientras los halcones matan estudiantes en la calle. ¡Qué escena! Amor es… Aunque la frontera entre ellas, tan cercanas, sea encabronadamente real y encabronadamente universal. México y el mundo… Roma es el mundo.
Por eso el enganche. La fascinación.
¡Gracias, gracias, gracias, Alfonso Cuarón!