A María Candelaria, por darme la vida,
por su devoción a la Virgen… y a los tamales, también.
¡Virgen de la Candelaria! En un abrir y cerrar de ojos ya estamos en febrero. Aún no me recupero del atracón de roscas y ya toca “entrarle” a los tamales.
El 2 de febrero no se olvida y no precisamente por la presentación y bendición del Niño Dios después de 40 días de nacido. El Día de la Candelaria se recuerda porque disfrutamos de uno de los platillos más ancestrales y democráticos del país.
Tamales hay para todos los gustos y en todos lados. A la salida del Metro, en esquinas muy transitadas, en los mercados, en fondas, en los pasillos de CU y hasta en restaurantes “fifí”.
De norte a sur, con infinidad de rellenos y distintos envoltorios, los tamales −literalmente− nos hacen la mañana porque son el desayuno “fast food” preferido de millones, además de que proveen muchas calorías, y si el antojo se eleva al nivel “guajolota”, a los capitalinos se nos hace el día entero por sólo 15 pesitos.
También en El Salvador (mi país de origen) y en toda Centroamérica, los tamales son de consumo cotidiano, pero el más popular es el estilo “oaxaqueño” o “chiapaneco”. De los dulces, sólo se conocen los tamales de elote.
Mis dos abuelas preparaban enormes ollas de tamales para el festejo del 31 de diciembre. Mamá Rosita los hacía de chipilín. Mamá Angélica de pollo con pasitas. Y, cualquier sábado por la tarde era común que en mi casa se sirvieran tamales para la merienda.
Cuando llegué a México −siendo una adolescente− al final de los 70, me impresionó la variedad de tamales, aún más, probar el de dulce color “rosa” con pasitas. Verlo después servido en el menú de desayuno para festejos de bautizo o primera comunión, significó todo un choque cultural. Entendí que las tortillas, los tamales y ciertos platillos como el mole, eran un emblema nacional atesorado por todos los estratos sociales.
Otro de mis vívidos recuerdos tamaleros se remonta a la primera vez que probé el tamal de guayaba. Dioses. Ése sí que no tenía madre, pero sí una autora: doña Ofelia, la señora michoacana que entonces alojaba a mi familia en la parte superior de su casa.
También recuerdo con gusto la época en la que me tocaba viajar seguido al Bajío, saliendo de madrugada. Una vez pasada la caseta de Tepoztlán, mis acompañantes y yo teníamos una cita obligada con don Antonio, uno de los tamaleros que se instalaban al paso ofreciendo sus delicias. Tras la desvelada y con el hambre que sentíamos pasada las 7 de la mañana, su tamal de rajas y el atole de arroz, me sabían a gloria.
En los 90 aparecieron en escena los tamales gourmet, y el de zarzamora con queso crema −favorito de mi hija− se volvió un must que llegó para quedarse, y hoy todas las marcas cuentan con ese y otros sabores, incluso unos exóticos que vale la pena probar.
Marcas tradicionales de la CDMX como Flor de Lis, Tía Angélica, Emporio o los DeliRoxi −que sí son muy deli, especialmente el de coco− así como las cadenas tipo Tamalli, T.D. Tamal y hasta el exclusivo Molino El Pujol, hacen su agosto el 2 de febrero y las delicias de miles de capitalinos durante todo el año, según la cartera, el rumbo y el antojo.
¿A ti cuál se te antoja? De salsa verde, mole, rajas, frijoles, costeño, yucateco, oaxaqueño, sinaloense, jarocho, de cajeta, piña, guayaba, nuez, tradicional con pasas. ¿O prefieres las combinaciones gourmet? De camarón, queso mozarella, estilo Xóchitl, rompope o dátil.
Sabores sobran, puestos también.
Este 2 de febrero no te quedes sin tu combo. Yo ya le hice los honores a mi jefa, desayunándome uno de “Huitlacoche con salsa habanera” y su atole de guayaba con jengibre. Feliz Día de la Candelaria.